CULTO DE LA MAÑANA
2 Pedro 2:10-22, El estado espiritual de los falsos maestros
CULTO DE LA TARDE
Preg. 113 (Catecismo Mayor Westminster), Los pecados prohibidos en el Tercer Mandamiento (y 2)
CULTO DE LA MAÑANA
2 Pedro 2:10-22, El estado espiritual de los falsos maestros
CULTO DE LA TARDE
Preg. 113 (Catecismo Mayor Westminster), Los pecados prohibidos en el Tercer Mandamiento (y 2)
ormalmente hay dos maneras de hacer las cosas: o bien por costumbre, o bien por convicción. En la primera, por costumbre, no hay ninguna fuerza que empuje a hacer las cosas, simplemente se hacen por inercia. En la segunda, esta convicción es la fuerza interior que empuja a hacer las cosas o, llegado el caso, a cambiar lo que siempre se está haciendo.
Bien, nos podemos preguntar entonces acerca de lo que estamos haciendo ahora, viniendo a la iglesia el domingo. ¿Por qué venimos a la iglesia precisamente en domingo? ¿Tiene que ser en este día? ¿Tiene que haber un día en especial para que los cristianos se reúnan?
Se puede decir que ante estas preguntas se dan hasta tres respuestas distintas:
1) Está los que dicen, o los que dan por sentado, que se trata de una mera costumbre. Lo hacen, van a la iglesia el domingo, porque es lo que sus padres le han enseñado, o porque lo ve en los demás y ellos hacen lo mismo, o simplemente porque es en ese día que la iglesia hace sus cultos, de la misma manera que se tiene que ver un partido de fútbol los sábados o que para ver tal serie se tiene que hacer en tal día de la semana.
Esta es la actitud de la gran mayoría de los cristianos. Y esta actitud a lo que lleva es a una observancia superficial del mandamiento del Día de Reposo. Si son verdaderamente creyentes, si se han convertido a Dios, entonces hay un deseo de reunirse y tener comunión con los hermanos, y de escuchar la Palabra. Pero no hay un principio exterior que obligue. Así que, si las fuerzas o el deseo espiritual por diversas circunstancias decaen, entonces esto lleva a que la gente se reúna menos o deje de hacerlo por completo.
Dentro de esta categoría, la de la “costumbre”, están también aquellos que lo llegan a explicar en la teoría. Es decir, aquellos que tienen un discurso teórico para explicar y defender que el hecho de reunirse en domingo es sólo una cuestión de costumbre de la Iglesia.
Según ellos, para los cristianos no hay una obligación que provenga directamente del Decálogo, pues, dicen ellos, este mandamiento es ceremonial, pertenece a todos los mandamientos de culto que luego se cumplen en Jesucristo y que, por lo tanto, están abrogados como tales en el Nuevo Testamento. Según siguen diciendo ellos, si nos reunimos en domingo es porque fue esta la decisión que tomó la iglesia cristiana casi desde sus mismos orígenes, y no hay razón para cambiarla. Pero, fijémonos, en principio tampoco habría razón para que el día para congregarse fuera otro día de la semana, o incluso todos los días.
Esta es la posición, como decimos, más común en el cristianismo, incluido también los evangélicos.
2) En segundo lugar, están también los que tienen una convicción en cuanto al Día de Reposo, pero su convicción es que no se tiene que reunir en domingo, sino en sábado, como en el Antiguo Testamento.
En este grupo entran, por supuesto los judíos, pero también algunos grupos dentro del cristianismo, como los adventistas del séptimo día, u otros que pueda haber (sobre todo ahora, con la proliferación de los llamado “judíos mesiánicos” entre los evangélicos).
3) Y en tercer y último lugar, están aquellos que se reúnen en domingo como Día del Señor como el día que Dios ha ordenado en la Palabra y que ha apartado para sí. Estos cristianos guardan el mandamiento, por tanto, movidos por el deseo de reunirse y tener comunión con los hermanos. Pero este deseo está además reforzado por el mandamiento, por la obligación de entender cuál es la voluntad de Dios en Su Palabra.
En este mensaje, pues, y en los que siguen vamos a estar considerando este mandamiento del Decálogo, para ver la verdadera postura y enseñanza que nos da la Biblia.
En el mensaje de hoy, vamos a estar viendo el “porqué” tenemos que guardar este día. Luego están las preguntas de “cuál” es el día”, y también la de “cómo” se tiene que guardar.
¿Por qué tenemos, pues, los creyentes del Nuevo Testamento que observar el mandamiento del Día de Reposo? Pues hemos de presentar de entrada la afirmación, basada en la Palabra de Dios, de que el guardar este mandamiento es un deber moral. No sería un mandamiento ceremonial, tampoco sería meramente un mandamiento positivo (¿nos acordamos?, mandamientos positivos son aquellos que descansan únicamente en la voluntad de Dios, que así lo dispuso, por ejemplo, ¿por qué determinados alimentos eran impuros? Pues, simplemente, porque así lo ordenó Dios, porque no hay nada inmundo de por sí (Rom. 14:14)? Por supuesto, está basado siempre en Su voluntad, pero además, este mandamiento nos enseña lo que es el bien y lo que es el mal; por lo tanto, es permanente y perpetuo, es universal, y transgredirlo supone una injusticia, ante Dios, pero también para con los hombres.
El Día de Reposo es un deber moral. ¿Por qué?
Es imposible hablar de Cristo sin hablar de la cruz. Esa es la gran diferencia entre la fe cristiana y las religiones de los hombres. Los fundadores de las religiones humanas no han muerto en una cruz, ni la cruz significa nada para ellos. Sin embargo, no se puede separar a Cristo de la cruz, ni la fe cristiana puede concebirse sin ella. “Porque nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Corintios 1:23); “pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (2 Corintios 2:2).
Pero, ¿qué hemos de pensar de la cruz de Cristo? Porque partimos de la base que, al ser absolutamente esencial para la fe cristiana, la cruz no es algo absurdo o casual, sino que tiene sentido, y un sentido en particular. Lo cual lo muestra claramente la Escritura cuando dice: “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:23). La muerte de Jesús en la cruz tiene un lugar central en los planes de Dios y tiene, por tanto, un sentido para Él. ¿Qué es, entonces, la cruz de Cristo?
No serviría de nada dar una respuesta por nosotros mismos, pero lo que sí que podemos es ir a la Escritura para ver lo que Jesús mismo, antes de sufrirla, dijo de su propia muerte en la cruz. De esta manera, leemos que “el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28), y “esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28). La muerte de Jesús fue un “rescate”, palabra que en la antigüedad designaba el pago de un precio para la liberación de un esclavo. El resultado de este “rescate” fue “la remisión de los pecados”. El pago fue, además, “por muchos”, es decir, “en lugar de” muchos. Por tanto, su muerte fue vicaria o sustitutiva.
Vemos también la enseñanza apostólica acerca de la cruz de Cristo. En la epístola a los Hebreos, Pablo comparaba a Cristo con los sumos sacerdotes de la Antiguo Testamento con estas palabras: “no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primo sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:28); “es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto…” (9:15); “así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (9:28); “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados…” (10:12); y “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (2:18).
A la luz de todas estas citas de la Escritura, podemos decir que, en una palabra, la muerte de Jesús en la cruz fue un sacrificio vicario y expiatorio. La idea de la expiación es la de quitar el pecado, sí, pero recibiendo el castigo por el pecado. Como hemos visto, y la carta a los Hebreos habla de ello en detalle. Este sacrificio de Cristo ya fue prefigurado por los sacrificios de animales en el Antiguo Testamento (cf. Levítico 4:20; 16:30) y por la profecía del Siervo sufriente (Isaías 53:7.10). Es por ello por lo que Juan el Bautista, al ver a Jesús, dijo: “He aquí el Cordero de Dios quita pecado del mundo” (Juan 1:29).
Hoy en día es cada vez más frecuente oír discursos diferentes acerca de la cruz de Jesús. En la Iglesia católica-romana, en particular, no es raro presentar la cruz como un acto por el cual Cristo se hace solidario de todos los dolores y sufrimientos de los hombres. De esta manera, Dios, en la persona de Su Hijo, asumiría, haría suyo el sufrimiento humano, lo cual tendría que traer consuelo a las personas que sufren. Se trata, pues, sobre todo, de un discurso místico acerca de la cruz. También esta teoría se escucha a veces entre evangélicos.
A pesar de que aparentemente sea atractivo, no puede decirse que este discurso presente la verdad bíblica acerca de la cruz. En especial, por una razón: porque elimina su carácter de expiación. Como hemos visto, en la Biblia la muerte de Jesús en la cruz fue un sacrificio por los pecados. Un sacrificio presentado a Dios para obtener Su perdón y reconciliación con los pecadores. La cruz fue, pues, el medio por el cual la ira de Dios por el pecado halló satisfacción, por cuanto las demandas de justicia por Dios acerca del pecado – que son las de un Dios eterno e infinito en todos su atributos y perfecciones, en Su amor y misericordia, así como en Su santidad y justicia – hallaron satisfacción, de manera que el pecado pudiera ser quitado de Su presencia.
Nosotros necesitamos la expiación. El pecado es tan espantosamente horrible en su acto mismo y en sus consecuencias, que mancha la conciencia de aquel que lo practica. La conciencia sólo puede verse libre de esta mancha si el pecado es expiado. Como la cruz de Cristo es lo único que ofrece la expiación necesaria al pecado, sólo es la cruz de Cristo la que proporciona la paz con Dios y la paz de la conciencia. Los sacrificios del Antiguo Testamento, en sí mismos, no podían perfeccionar en la conciencia a los creyentes (Hebreos 9:9; 10:1-2). Sin embargo, la sangre de Jesucristo sí. “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia…” (Hebreos 10:22); “Y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Pero no sólo eso. La expiación es necesaria por causa de quién es Dios y quiénes somos nosotros. La Palabra de Dios presenta claramente la necesidad de la expiación para que se puedan saldar las deudas del pecado. “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). En realidad, no hay lugar alguno para la presencia del pecado en el mundo de Dios. “Los cielos cuentan la gloria de Dios…” (Salmo 19:1ss); “Oíd, cielos, y escucha tú, tierra; porque habla Jehová: Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí” (Isaías 1:2). El pecado es la transgresión de la Ley “santa, justa y buena” de Dios (Romanos 7:12 ). Por ello, es una afrenta horrible al Señor Dios Todopoderoso, al Creador de cielos y tierra, y Sustentador de todo cuánto existe, un ultraje a Su gloria declarativa, un acto de violencia por parte del hombre contra Dios y contra la naturaleza de lo creado de dimensiones inmensurables. “Mía es la venganza, Yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19). Por tanto, no hay duda de ello, para que se puedan saldar sus deudas, y pueda así ser perdonado, el pecado debe ser primero expiado.
Y sólo la preciosa vida del Salvador Jesucristo puede presentar un rescate adecuado a la enormidad del pecado, y satisfacer la ira de un Dios eterno e infinito por el pecado. “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre precisa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación…” (1 Pedro 1:18-19). ¿Qué precio, entonces, es el de la vida del Hijo eterno de Dios, hecho hombre para efectuar la eterna redención? Sólo podemos decir ¡un precio INFINITO! En su propia dignidad y valor, pues, capaz de perdonar los pecados de todo el mundo, y que efectivamente perdona TODOS los pecados de TODOS los que, verdaderamente arrepentidos, ponen una mirada de fe hacia la cruz para hallar la misericordia divina, aun para el mayor de los pecadores. ¡Alabado sea Su Nombre!
¿Cuál va a ser tu mirada, pues, querido lector, ante la cruz de Cristo?
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Publicado en el número 210, revista «En la Calle Recta» (enero-febrero 2008)
Dicen que una imagen vale más que mil palabras.
Estos son los mapas del aborto en Europa, publicados por William Robert Johnston
Ahora, por regiones
Lo más evidente:
– los más abortistas son los ex-países comunistas.
– los menos abortistas son (con la excepción de Bosnia-Herzegobina) los más católicos: Polonia, Austria y Portugal.
– los más abortistas en Europa Occidental son: Gran Bretaña, Francia y Países Nórdicos (a excepción de Finlandia).
– las regiones más abortistas en España son Madrid, Málaga, Gerona y (sorprendentemente) Huesca.
– las menos abortistas: Álava, Salamanca y Ávila.
Está claro que el abortismo se basa en el ateísmo y el laicismo. Pero, ¿adónde conduce?
Pueden sacar ustedes mismos las conclusiones.
¿Se tiene que bautizar a los hijos de los creyentes? Es decir, ¿hay que bautizarlos cuando son recién nacidos? No es exagerado afirmar que en España, el 99% de los creyentes evangélicos son de tipo bautista. Así que, si hacemos esta pregunta en España a los evangélicos, un 99% de los mismos nos van a responder un tajante y rotundo “¡NO!” Y si les preguntamos por qué razón no se les tiene que bautizar, la respuesta más común va a ser, sin duda, que “porque así lo hace la iglesia católica” –es decir, dicha por su nombre, con propiedad, papista–.
Hemos de decir, de entrada, que esta respuesta nos parece muy equivocada. Los evangélicos no nos tenemos que guiar por lo que hace o deja de hacer la iglesia papista en lo que creemos, practicamos o decimos al mundo. Muchas veces pienso que a los evangélicos nos pasa lo mismo que a los papistas, pero al revés. Para estos, el criterio de verdad último es “lo que dice la Iglesia”. Para nosotros, la verdad siempre ha de ser lo contrario de lo que dice la iglesia papista. En uno u otro caso, la verdad está definida en relación con la iglesia dominada por el “papa”; ella es así, de una u otra manera, el referente y la guía de la verdad. ¡Flaco favor nos hacemos los evangélicos al pensar así! ¡Nuestro referente último ha de ser siempre la Palabra de Dios, y es en base a ella que hemos de enjuiciar todas las cosas, en todo lugar!
Pero tenemos que decir, además, que esta respuesta nos parece muy equivocada porque, según la Palabra de Dios, los hijos de los creyentes en Jesucristo no sólo pueden sino que deben recibir el bautismo. No tenemos problema alguno en afirmar que ella es una práctica bíblica. Pero, es más, no vacilamos en calificarla y presentarla a los demás como UNA ORDENANZA DE DIOS.
Tras haber realizado la obra de redención en Su humillación, Jesucristo la continúa en Su exaltación. A la expiación de su sacrificio en la cruz, le sigue su presencia ante el trono de Dios Padre en calidad de Mediador. Jesucristo es el Rey, a cuyos pies el Padre le sujetó todas las cosas (Hebreos 2:8-9). Pero también Él es el Sacerdote celestial, el único designado y aprobado por el Padre para llevar a cabo este ministerio a favor de los hombres (Hebreos 5:5-6). Él es, pues, Sumo Sacerdote y Rey, según el orden de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, Rey de justicia y Rey de paz (Hebreos 5:10 y 7:1-3). Es enla Cartaa los Hebreos donde se nos expone de manera más detallada este maravilloso oficio o ministerio del Jesucristo exaltado como Sumo Sacerdote de Su pueblo. Este es precisamente uno de los temas principales de esta epístola.
Cada día, en casa y al salir a la calle, trabajando o en nuestro tiempo libre, nos estamos tratando continuamente con otras personas. Hablamos, reímos, compartimos, nos preocupamos con ellas, en una palabra, nos relacionamos. Para nosotros es algo tan normal, tan natural, que apenas nos damos cuenta de ello, o le concedemos importancia. Sin embargo, sí que la tiene. Porque las personas con la que nos relacionamos tienen una tremenda influencia en nosotros, así como nosotros les influimos a ellas. Nos dan a nosotros, y nosotros a su vez también les damos ellas. Nuestra personalidad cambia con el trato con los demás y así, de una manera natural, tendemos a parecernos a ellos, y ellos a nosotros, en lo que pensamos, hacemos, decimos, ¡incluso a hablar con el mismo acento!
Si esto es así con los hombres, no lo es menos con Dios. Nosotros somos seres personales que se relacionan con personas, y también lo es Dios. De hecho, nosotros somos personas, porque Dios un Dios personal, y nosotros hemos sido creados su imagen y semejanza. La relación, la comunicación y el amor, es algo que forma parte del ser mismo de Dios, ya que en la unidad de Dios subsisten las tres personas distintas dela Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, quienes desde toda eternidad entre sí se comunican, se aman y planean juntos. Ciertamente, Dios no creó al hombre porque lo necesitara para salir de su soledad y poder comunicarse con alguien, puesto que Dios ya lo hacía en sí mismo, entre las personas dela Trinidad, sino para que el hombre como criatura pudiera conocer la gloria de Dios y comunicarse con Él.
“El alma que pecare, esa morirá… si el justo se apartare de su justicia, y cometiere maldad, e hiciere conforme a todas las abominaciones que el impío hizo, ¿vivirá él? Todas las justicias que hizo no vendrán en memoria por su rebelión con que prevaricó, y por su pecado que cometió, por ello morirá” (Ezequiel 18:20-24).
Tras su muerte y resurrección, el Señor Jesucristo se apareció vivo a sus discípulos durante cuarenta días, en los cuales les habló del reino de Dios (Hechos 1:3). ¡Qué gran maravilla para los discípulos poder estar así con el Maestro! ¡Ellos lo habían visto morir en la cruz, habían visto el sepulcro en el que fue puesto, habían llorado su muerte, fueron completamente desconsolados porque había muerto aquel por el cual lo habían dejado todo para seguirlo (Marcos 10:28)! El Señor bondadoso, misericordioso, manso, sabio y poderoso se les fue. En una palabra, se les acabó la esperanza en este mundo. ¡Sin embargo, al tercer día resucitó y solícito el Señor fue a mostrarse a los suyos, a los que Él amaba, a traerles consuelo y devolverles la esperanza perdida! Ellos lo vieron de nuevo vivo, con las marcas de su suplicio todavía en su cuerpo que nunca jamás ha de morir, y recibieron sus excelsas palabras, su divina enseñanza acerca del reino de Dios.
Tras su muerte y resurrección, el Señor Jesucristo se apareció vivo a sus discípulos durante cuarenta días, en los cuales les habló del reino de Dios (Hechos 1:3). ¡Qué gran maravilla para los discípulos poder estar así con el Maestro! ¡Ellos lo habían visto morir en la cruz, habían visto el sepulcro en el que fue puesto, habían llorado su muerte, fueron completamente desconsolados porque había muerto aquel por el cual lo habían dejado todo para seguirlo (Marcos 10:28)! El Señor bondadoso, misericordioso, manso, sabio y poderoso se les fue. En una palabra, se les acabó la esperanza en este mundo. ¡Sin embargo, al tercer día resucitó y solícito el Señor fue a mostrarse a los suyos, a los que Él amaba, a traerles consuelo y devolverles la esperanza perdida! Ellos lo vieron de nuevo vivo, con las marcas de su suplicio todavía en su cuerpo que nunca jamás ha de morir, y recibieron sus excelsas palabras, su divina enseñanza acerca del reino de Dios.
Tras su paso por la muerte y su vuelta a la vida, los discípulos podrían esperar que el Señor fuera a estar corporalmente siempre con ellos. Pero con sus propios ojos vieron como el Señor fue alzado y una nube lo ocultó mientras entraba corporalmente en el cielo (Hechos 1:9). Los discípulos se quedarían otra vez sin su Maestro, ¡pero Él efectivamente estaría ya para siempre con ellos! Éstas fueron sus palabras: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra…he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:18,20).