En la Presencia de Cristo, En la Presencia del Espíritu

Tras su muerte y resurrección, el Señor Jesucristo se apareció vivo a sus discípulos durante cuarenta días, en los cuales les habló del reino de Dios (Hechos 1:3). ¡Qué gran maravilla para los discípulos poder estar así con el Maestro! ¡Ellos lo habían visto morir en la cruz, habían visto el sepulcro en el que fue puesto, habían llorado su muerte, fueron completamente desconsolados porque había muerto aquel por el cual lo habían dejado todo para seguirlo (Marcos 10:28)! El Señor bondadoso, misericordioso, manso, sabio y poderoso se les fue. En una palabra, se les acabó la esperanza en este mundo. ¡Sin embargo, al tercer día resucitó y solícito el Señor fue a mostrarse a los suyos, a los que Él amaba, a traerles consuelo y devolverles la esperanza perdida! Ellos lo vieron de nuevo vivo, con las marcas de su suplicio todavía en su cuerpo que nunca jamás ha de morir, y recibieron sus excelsas palabras, su divina enseñanza acerca del reino de Dios.

Tras su paso por la muerte y su vuelta a la vida, los discípulos podrían esperar que el Señor fuera a estar corporalmente siempre con ellos. Pero con sus propios ojos vieron como el Señor fue alzado y una nube lo ocultó mientras entraba corporalmente en el cielo (Hechos 1:9). Los discípulos se quedarían otra vez sin su Maestro, ¡pero Él efectivamente estaría ya para siempre con ellos! Éstas fueron sus palabras: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra…he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:18,20).  

¿Cómo es esto posible? Hemos de comenzar, pues, considerando que el Señor Jesucristo, efectivamente, está en el cielo. Tras su Ascensión, el Hijo está a la diestra de Dios Padre. Es el “Cordero como inmolado” que está en medio del trono y los seres celestiales (Apocalipsis 5:5-6). En su divinidad, el Hijo eterno siempre ha estado gobernando el universo que Él mismo creó (cf. Hebreos 1:3; Colosenses 1:16). Pero es ahora, tras su encarnación y el cumplimiento de su obra de salvación encomendada por el Padre (Juan 17:4), en calidad de Mediador entre Dios y los hombres, que Jesucristo está en el cielo. Por la resurrección de entre los muertos, el Padre lo ha investido oficialmente como Hijo de Dios (cf. Salmo 2:7; Hechos 13:33, Romanos 1:4). Tras su Ascensión, el Hijo está sentado a la diestra del Padre con majestad. “Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Salmo 110:1; cf. Hebreos 1:13). El que en su encarnación fue humillado hasta el fin, ahora en el cielo es exaltado sin medida: “Estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla…” (Filipenses 2:8-9).  

 

¡Pensar en el Cristo ascendido a los cielos es algo verdaderamente sublime! Allí el Señor Jesucristo está rigiendo el destino de las naciones por el bien de su Iglesia, de modo que, aunque se desaten fieras persecuciones en su contra, ni aun las puertas del infierno prevalecerán en contra de ella (Mateo 18:18). “Daré, pues, hombres por ti, y naciones por tu vida” (Isaías 43:4). Sí, allí está Cristo en el cielo presentando al Padre Su sangre vertida en sacrificio expiatorio, por la cual los creyentes en Él recibimos el perdón y la purificación de nuestros pecados (1 Juan 1:7.9). De esta manera, Él “puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:26). El Sumo Sacerdote Jesucristo salva eficazmente a Su pueblo. “Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). El sacerdocio de Cristo, a diferencia del de los hombres, durante el Antiguo Testamento, no tiene necesidad de ser perfeccionado ni completado (cf. Hebreos 7:18-28).

Allí está Cristo, pues, en el cielo ¡pero nosotros estamos juntamente con Él! “Y juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:6).

Sin embargo, es evidente que todavía no hemos llegado físicamente al cielo. Seguimos “mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando” que somos “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Hebreos 11:13). A pesar de todo, pues, seguimos ausentes de Cristo, de modo que hemos de decir con Pablo que todavía hemos de “partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23).

De modo que nuestra unión presente con Cristo, Su presencia en nosotros, y nuestra presencia en Él, se hace por medio del Espíritu Santo. “Habiendo creído en Él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida” (Efesios 1:13-14).

Cuando en el día de la Ascensión, el Señor se fue otra vez de los discípulos, les dejó una preciosa promesa que les había de mantener en medio de la tristeza de la nueva separación: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). Esta promesa acerca de la venida del Espíritu Santo hablaba acerca de lo que Él mismo iba a cumplir, por cuanto en la noche en la que fue entregado, Jesús ya les dijo: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre” (Juan 13:16), y “Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré” (Juan 16:7).

Por lo tanto, el Espíritu Santo es la presencia de Cristo mismo. Del mismo modo que Cristo es el que revela al Padre (Juan 1:18), el Espíritu Santo es el que da testimonio acerca de Cristo (Juan 14:26; 15:26). Es Él quien glorifica a Cristo (Juan 15:14). De manera que tener al Espíritu Santo, es tener a Cristo: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Él. Pero si Cristo está en vosotros…” (Romanos 8:9-10).

La importancia de esta doctrina ha de ser observada. La iglesia es el “cuerpo de Cristo” (1 Corintios 12:27; Efesios 5:23) porque ella es el “templo del Espíritu Santo” (1 Corintios 3:16-17). Y ella es templo del Espíritu Santo porque está fundada sobre la verdad, que es la Palabra de Dios: “Edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo Mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor” (Efesios 2:20-21). La Iglesia es, asimismo, templo del Espíritu porque los creyentes, engendrados por la Palabra de Dios misma (1 Pedro 1:23), los “miembros de Cristo” (1 Corintios 6,15), son “templo del Espíritu” (1 Corintios 6:19). Y es sólo en el Espíritu Santo como se efectúa verdaderamente nuestra unión a Cristo por la fe en Él. No hay otra manera de hacerlo: En el Espíritu, en la Palabra de Dios, en la fe. “El que se une al Señor, un espíritu es con Él” (1 Corintios 1:17).

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Jorge Ruiz Ortiz. Artículo escrito para la Fundación «En la Calle Recta».

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