
En el día de hoy, 19 de junio de 2014, ha sido proclamado Felipe VI como Rey de España. Se abre así una nueva página de la Historia de nuestro país. ¿Cuál es la significación profunda de este acto, juzgado por muchos anacrónico? ¿Se puede anticipar, de alguna manera, las líneas maestras de lo que va a ser su reinado? ¿Se pueden entrever estas en el acto de proclamación o el discurso que Felipe VI ha pronunciado ante las Cortes españolas?
La importancia del protocolo
El protocolo es un lenguaje propio, simbólico, pero decisivo. Así, ataviado con uniforme militar, el príncipe Felipe recibió de su padre, Juan Carlos I, la banda roja de Jefe Supremo de las Fuerzas armadas. Posteriormente, se dirigió, acompañado por las altas autoridades del Estado, al Congreso de Diputados, pasando revista a su camino a destacamentos militares que le hacían honores hasta llegar a la puerta del Congreso –con sus famosas estatuas de los leones–. Una vez dentro, en el estrado cubierto con alfombras de vivos colores, Don Felipe de Borbón hizo el juramento ante el presidente del Parlamento –el representante de la soberanía nacional–, en el que básicamente se comprometió a guardar y hacer guardar la Constitución y respetar los derechos y libertades de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas del país. De esta manera, de manera austera y algo marcial, se le proclamó Rey de España, con el nombre de Felipe VI. El Rey, acto seguido, pronunció un discurso, desde una pequeña tribuna de madera decorada con un motivo vegetal dorado. Tras el discurso y los vítores al nuevo Rey por parte de los asistentes, el Rey y la Reina salieron del Congreso y se subieron en un coche de época descapotable, que seguía a un destacamento de la Guardia Real a caballo, para saludar al público presente en las céntricas calles de Madrid, hasta llegar al Palacio Real, donde se hizo una recepción oficial de presentación de los Reyes ante unas dos mil personalidades nacionales y extranjeras.
Como decíamos, el protocolo es importante. Algunos han cuestionado el hecho de que el Rey fuera a hacer el juramento y el discurso inaugural ante el Parlamento ataviado con ropa militar. Poco acorde con los tiempos que corren, dicen. Lejos de ello, este hecho reviste de una profunda significación, aun para el día de hoy, pues comunica que la condición de máximo jefe de las Fuerzas Armadas es esencial a la figura del Rey. Es decir, lo que define a un Rey es que es alguien que tiene y ha de tener siempre a todas las Fuerzas Armadas detrás de sí. Si bien al grado o condición de Rey se accede de manera no democrática –no por elección directa del pueblo, sino por sucesión–, la misma institución monárquica puede ser –de hecho, en nuestro tiempo, lo es– una protección de las libertades democráticas, pues en sí misma, impide que de entre el ejército se puedan dar sublevaciones y se erijan así nuevos caudillos, los cuales en nuestra historia normalmente han aparecido en tiempos de vacío en la Corona.
Por otra parte, en el juramento y proclamación no hubo ni misa, ni cruz, ni Biblia, ni mención del nombre de Dios. Se ha prescindido de toda referencia explícita a lo religioso, juzgado discordante con el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado. En apariencia, el acto no tuvo ninguna dimensión religiosa. En el fondo, es imposible hacer evacuar todo sentido religioso de un acto como la coronación y / o proclamación de un Rey. Una Monarquía laicista es una contradicción en los mismos términos. Primeramente, el hecho que convierte oficialmente al Príncipe en Rey es su juramento, y este no sólo es una promesa solemne, sino que es un voto que pone a Dios por testigo. Aunque no sea explícitamente nombrado, se vea así o no, de hecho lo es, y no puede ser de otra manera. Por lo tanto, es este compromiso público, ante Dios y en el fondo con Él, lo que lo convierte en Rey. Este hecho no lo enseñarán en las escuelas, ni se dirá en los medios de comunicación seculares, pero es así. Por otra parte, está el hecho de la proclamación en sí misma. Felipe de Borbón no fue coronado Rey –desde los tiempos de los Reyes Católicos, no hay “coronación” en España–, sino proclamado como tal por las altas autoridades del Estado. La coronación comporta la existencia de un estamento depositario de esta potestad sobre la monarquía –normalmente, la Iglesia–. El monarca no recibe la autoridad como Rey de sí mismo, no se coloca él mismo la Corona, sino simbólicamente de quien se la impone. Sin embargo, al haber “proclamación” en vez de “coronación”, esto supone que el proclamado Rey ya previamente lo es y, por tanto, que ha sido el juramento en sí mismo lo que lo ha elevado a tal condición. Lo cual refuerza el ineludible carácter en el fondo religioso de la institución monárquica. Sí, de esta manera, se comprende que el Rey no sólo está ligado a la voluntad de la soberanía nacional, sino, aun más allá de ella, a la del Rey de reyes y Señor de señores ante quien se ha comprometido en su juramento.
El discurso del Rey
Felipe VI es, a diferencia de su padre, un buen orador, con una correcta pronunciación –con algún deje característico de dicción puramente castellana–, que levanta a menudo la cabeza del manuscrito y hace incluso inflexiones de voz para marcar subrayados. Aun así, en distintos momentos del discurso se le ha visto con cierta inseguridad o dificultad al leer, de las que se ha repuesto sin mayores problemas.
Cuestiones de forma aparte, la idea principal en torno a la cual ha girado su discurso es que el nuevo Rey quiere encarnar una Monarquía renovada en un tiempo nuevo. Esta idea, en sí misma, no es nada nuevo en España, seguramente uno de los países del mundo donde más ha triunfado el futurismo y la ideología postmodernista. Con todo, en medio de un discurso de un marcado carácter futurista, el Rey ha hecho interesantes alusiones a la historia de España como nación –hasta seis ocasiones–, o incluso a la historia en común con los países de Iberoamérica. ¿Supondrá esto que la Historia de España, evacuada por el amnésico reinado de su padre, se va a poner más de relieve durante el suyo?
Felipe VI ha expresado, asimismo, su fe en España como nación, y ha apelado al Parlamento y a la nación a tenerla igualmente. En este sentido, el Rey ha subrayado, con una interesante inflexión de voz además, que la unidad de España no significa uniformidad. Se confirma así –por si todavía hubiera algunas dudas– que España no es –ni por su historia, ni por su ordenamiento legal actual– un país jacobino: el Antiguo Régimen ha hallado todavía su marco de expresión permanente en el régimen de las Comunidades Autónomas. Estas, pues, lejos de verse recortadas, van a verse consolidadas y seguramente aumentadas en su reinado. Con todo, Felipe VI ha hecho una sorprendente toma de posición, bastante explícita además, ante las tensiones separatistas que se viven actualmente en España, particularmente la de Cataluña. En referencia a las víctimas del terrorismo, anunció –frase recurrente en política española– la victoria del Estado de Derecho; no se contempla, por tanto, la independencia del País Vasco. Y en velada pero muy clara referencia a Cataluña, Felipe VI ha apelado a “esa España, unida y diversa, basada en la igualdad de los españoles, en la solidaridad entre sus pueblos y en el respeto a la ley”, en la que, dijo, “cabemos todos”. Para quien lo quiera ver, en estas mismas palabras se encuentran los límites que estos procesos van a conocer.
Del discurso del Rey Felipe VI se pueden extraer, además, dos apuntes que pueden mostrar vías interesantes de su futuro reinado.
Primero, el Rey ha repudiado y desautorizado claramente los casos de corrupción habidos en la misma familia real. En el hemiciclo no estaban ni la infanta Cristina ni el ahora ex rey Juan Carlos. Esta ha sido una afirmación de mucha autoridad por su parte. Por lo que se ve, Felipe VI no va a ser un rey débil. Con todo, una frase interesante del discurso fue la siguiente: “Hoy, más que nunca, los ciudadanos demandan con toda razón que los principios morales y éticos inspiren -y la ejemplaridad presida- nuestra vida pública. Y el Rey, a la cabeza del Estado, tiene que ser no sólo un referente sino también un servidor de esa justa y legítima exigencia de los ciudadanos”. En el contexto del párrafo, se hacía alusión a valores como la integridad, honestidad y transparencia. Por lo que, esta alusión a “principios morales y éticos” –totalmente voluntaria, puesto que el contexto no la hacía necesaria–, ¿indica que el Rey está apelando a un “rearme moral” de la sociedad española durante su reinado?
La segunda idea, potencialmente de muy largo alcance, la siguiente: “Pero las exigencias de la Corona no se agotan en el cumplimiento de sus funciones constitucionales… la Monarquía Parlamentaria… ha de ser una fiel y leal intérprete de las aspiraciones y esperanzas de los ciudadanos, y debe compartir -y sentir como propios- sus éxitos y sus fracasos”. El Rey, así, asume para la monarquía la función extraconstitucional de ser “intérprete de las aspiraciones y esperanzas de los ciudadanos”, y consiguientemente, la de hacer plasmar estas en la vida política, haciéndola evolucionar. Esto se deriva, dice, de las “exigencias de la Corona”. Exigencias, interesante vocablo, ¿intrínsecas o extrínsecas a la Corona?
Ciertamente, la actual Constitución no es el fin de la Historia, ni el humanismo secular en el que ella se basa. Dios es el Soberano de la Historia, pero, humanamente hablando, para bien o para mal, España será al final lo que sus gentes decidan ser, y el Rey, que se ha presentado hoy como vector de cambio, ha de ser servidor, no sólo de las aspiraciones y esperanzas de ellas, sino, llegado el caso, aun de sus exigencias.
A diferencia del Campeonato del Mundo en Brasil –que, a efectos prácticos, concluyó ayer para nosotros– todavía queda mucho partido por delante.
Por Cristo y la Reforma