“De la doctrina de la satisfacción han surgido las indulgencias. Porque proclaman por todas partes, que la facultad que a nosotros nos falta para satisfacer se suple con las indulgencias; y llegan a tal grado de insensatez, que afirman que son una dispensación de los méritos de Cristo y de los mártires; que el Papa otorga en las bulas […]
Sin embargo todo esto, a decir verdad, no es más que una profanación de la sangre de Cristo, una falsedad de Satanás para apartar al pueblo cristiano de la grada de Dios y de la vida que hay en Cristo, y separado del recto camino de la salvación. Porque, ¿qué manera más vil de profanar la sangre de Cristo, que afirmar que no es suficiente para perdonar los pecados, para reconciliar y satisfacer, si no se suple por otra parte lo que a ella le falta? “De éste (Cristo) dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados en su nombre”, dice san Pedro (Hch.10 :43); en cambio, las indulgencias otorgan el perdón de los pecados por san Pedro, por san Pablo y por los mártires. “La sangre de Jesucristo”, dice Juan, “nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7); las indulgencias convierten la sangre de los mártires en purificación de pecados. Cristo, dice san Pablo, “que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21); las indulgencias ponen la satisfacción de los pecados en la sangre de los mártires. San Pablo clara y terminantemente enseñaba a los corintios que sólo Jesucristo fue crucificado y murió por ellos (1 Cor. 1: 13); las indulgencias afirman que san Pablo y tos demás han muerto por nosotros. Y en otro lugar se dice que Cristo adquirió a la Iglesia con su propia sangre (Hch. 20:28); las indulgencias señalan otro precio para adquirirla, a saber: la sangre de los mártires. “Con una sola ofrenda”, dice el Apóstol, “hizo (Cristo) perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14); las indulgencias le contradicen, afirmando que la santificación de Cristo, que por sí sola no bastaría, encuentra su complemento en la sangre de los mártires. San Juan dice que todos los santos “han lavado sus ropas en la sangre del Cordero” (Ap. 7: 14); las indulgencias nos enseñan a lavar las túnicas en la sangre de los mártires […]
¡Cuán perversamente pervierten el texto de san Pablo en que dice que suple en su cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo [Col. 1:24]! Porque él no se refiere al defecto ni al suplemento de la obra de la redención, ni de la satisfacción, ni de la expiación; sino que se refiere a los sufrimientos con los que conviene que los miembros de Cristo, que son todos los fieles, sean ejercitados mientras se encuentran viviendo en la corrupción de la carne. Afirma, pues, el Apóstol, que falta esto a los sufrimientos de Cristo, que habiendo Él una vez padecido en sí mismo, sufre cada día en sus miembros. Porque Cristo tiene a bien hacernos el honor de reputar como suyos nuestros sufrimientos. Y cuando Pablo añade que sufría por la Iglesia, no lo entiende como redención, reconciliación o satisfacción por la Iglesia, sino para su edificación y crecimiento. Como lo dice en otro Jugar: que sufre todo por los elegidos, para que alcancen la salvación que hay en Jesucristo (2 Tim. 2: 10). Y a los corintios Les escribía que sufría todas las tribulaciones que padecía por el consuelo y la salvación de ellos (2 Cor. 1:6). Y a continuación añade que había sido constituido ministro de la Iglesia, no para hacer la redención, sino para predicar el Evangelio, conforme a la dispensación que le había sido encomendada […]
Mas no pensemos que san Pablo se ha imaginado nunca que le ha faltado algo a los sufrimientos de Cristo en cuanto se refiere a perfecta justicia, salvación o vida; o que haya querido añadir algo, él que tan espléndida y admirablemente predica que la abundancia de la gracia de Cristo se ha derramado con tanta liberalidad, que sobrepuja toda la potencia del pecado (Rom. 5: 15). Gracias únicamente a ella, se han salvado todos los santos; no por el mérito de sus vidas ni de su muerte, como claramente lo afirma san Pedro (Hch. 15: 11); de suerte que cualquiera que haga consistir la dignidad de algún santo en algo que no sea la sola misericordia de Dios comete una gravísima afrenta contra Dios y contra Cristo”.
Institución de la religión cristiana III.V.1-4 (p. 510-514).