Esta es la clase de Historia de la Reforma, que hemos tenido esta semana en la Academia de Teología Reformada.
Categoría: Juan Calvino
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“No obstante, el menosprecio de esta vida, que han de esforzarse por adquirir los fieles, no ha de engendrar odio a la misma, ni ingratitud para con Dios. Porque esta vida, por más que esté llena de infinitas miserias, con toda razón se cuenta entre las bendiciones de Dios, que no es licito menospreciar. Por eso, si no reconocemos en ella beneficio alguno de Dios, por el mismo hecho nos hacemos culpables de enorme ingratitud para con Él. Especialmente debe servir a los fieles de testimonio de la buena voluntad del Señor, pues toda está concebida y destinada a promover su salvación y hacer que se desarrolle sin cesar. Porque el Señor, antes de mostrarnos claramente la herencia de la gloria eterna, quiere demostrarnos en cosas de menor importancia que es nuestro Padre; a saber, en los beneficios que cada día distribuye entre nosotros.
Por ello, si esta vida nos sirve para comprender la bondad de Dios, ¿hemos de considerarla como si no hubiese en ella el menor bien del mundo? Debemos, pues, revestirnos de este afecto y sentimiento, teniéndola por uno de los dones de la divina benignidad, que no deben ser menospreciados. Porque, aunque no hubiese numerosos y claros testimonios de la Escritura, la naturaleza misma nos exhorta a dar gracias al Señor por habernos creado, por conservarnos y concedernos todas las cosas necesarias para vivir en ella, Y esta razón adquiere mucha mayor importancia, si consideramos que con ella en cierta manera somos preparados para la gloria celestial. Porque el Señor ha dispuesto las cosas de tal manera, que quienes han de ser coronados en el cielo luchen primero en la tierra, a fin de que no triunfen antes de haber superado las dificultades y trabajos de la batalla, y de haber ganado la victoria”.
Institución de la religión cristiana III.IX.3 (p. 548).
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“Por tanto, sea cual sea el género de tribulación que nos aflija, siempre debemos tener presente este fin: acostumbrarnos a menospreciar esta vida presente, y de esta manera incitarnos a meditar en la vida futura. Porque como el Señor sabe muy bien hasta qué punto estamos naturalmente inclinados a amar este mundo con un amor ciego y brutal, aplica un medio aptísimo para apartarnos de él y despertar nuestra pereza, a fin de que no nos apeguemos excesivamente a este amor.
Ciertamente no hay nadie entre nosotros que no desee ser tenido por hombre que durante toda su vida suspira, anhela y se esfuerza en conseguir la inmortalidad celestial. Porque nos avergonzarnos de no superar en nada a los animales brutos, cuyo estado y condición en nada sería de menor valor que el nuestro, si no nos quedase la esperanza de una vida inmarcesible después de la muerte. Mas, si nos ponemos a examinar los propósitos, las empresas, los actos y obras de cada uno de nosotros, no veremos en todo ello más que tierra. Y esta necedad proviene de que nuestro entendimiento se ciega con el falaz resplandor de las riquezas, el poder y los honores, que le impiden ver más allá. Asimismo el corazón, lleno de avaricia, de ambición y otros deseos, se apega a ellos y no puede mirar más alto. Finalmente, toda nuestra alma enredada y entretenida por los halagos y deleites de la carne busca su felicidad en la tierra.
El Señor, para salir al paso a este mal, muestra a los suyos la vanidad de la vida presente, probándolos de continuo con diversas tribulaciones. Para que no se prometan en este mundo larga paz y reposo, permite que muchas veces se vean atormentados y acosados por guerras, tumultos, robos y otras molestias y trabajos. Para que no se les vayan los ojos tras de las riquezas caducas y vanas los hace pobres, ya mediante el destierro, o con la esterilidad de La tierra, con el fuego y otros medios; o bien los mantiene en la mediocridad. Para que no se entreguen excesivamente a los placeres conyugales, les da mujeres rudas o testarudas que los atormenten; o los humilla, dándoles hijos desobedientes y malos, o les quita ambas cosas. Y Si los trata benignamente en todas estas cosas, para que no se Llenen de vanagloria, o confíen excesivamente en sí mismos, les advierte con enfermedades y peligros, y les pone ante los ojos cuan inestables, caducos y vanos son todos los bienes que están sometidos a mutación.
Por tanto, aprovecharemos mucho en la disciplina de la cruz, si comprendemos que esta vida, considerada en si misma, está llena de inquietud, de perturbaciones, y de toda clase de tribulaciones y calamidades, y que por cualquier lado que la consideremos no hay en ella felicidad; que todos sus bienes son inciertos, transitorios, vanos y mezclados de muchos males y sinsabores. Y así concluimos que aquí en la tierra no debemos buscar ni esperar más que lucha; y que debemos levantar los ojos al cielo cuando se trata de conseguir la victoria y la corona. Porque es completamente cierto que jamás nuestro corazón se moverá a meditar en la vida futura y desearla, sin que antes haya aprendido a menospreciar esta vida presente”.
Institución de la religión cristiana III.IX.1 (p. 548).
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“Sin embargo es un gran consuelo padecer persecución por la justicia. Entonces debemos acordarnos del honor que nos hace el Señor al conferirnos las insignias de los que pelean bajo su bandera.
Llamo padecer persecución por la justicia no solamente a la que se padece por el Evangelio, sino también a la que se sufre por mantener cualquier otra causa justa. Sea por mantener la verdad de Dios contra las mentiras de Satanás, o por tomar la defensa de los buenos y de los inocentes contra los malos y perversos, para que no sean víctima de ninguna injusticia, en cualquier caso incurriremos en el odio e indignación del mundo, por lo que pondremos en peligro nuestra vida, nuestros bienes o nuestro honor. No llevemos a mal, ni nos juzguemos desgraciados por llegar hasta ese extremo en el servicio del Señor, puesto que Él mismo ha declarado que somos bienaventurados (Mt. 5: 10).
Es verdad que la pobreza en sí misma considerada es una miseria; y lo mismo el destierro, los menosprecios, la cárcel, las afrentas; y, finalmente, la muerte es la suprema desgracia. Pero cuando se nos muestra el favor de Dios, no hay ninguna de estas cosas que no se convierta en un gran bien y en nuestra felicidad.
Prefiramos, pues, el testimonio de Cristo a una falsa opinión de nuestra carne. De esta manera nosotros, a ejemplo de los apóstoles, nos sentiremos gozosos “de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (de Cristo)” (Hch. 5:41). Si siendo inocentes y teniendo la conciencia tranquila, somos despojados de nuestros bienes y de nuestra hacienda por la perversidad de los impíos, aunque ante los ojos de los hombres somos reducidos a la pobreza, ante Dios nuestras riquezas aumentan en el cielo. Si somos arrojados de nuestra casa y desterrados de nuestra patria, tanto más somos admitidos en la familia del Señor, nuestro Dios. Si nos acosan y menosprecian, tanto más echamos raíces en Cristo. Si nos afrentan y nos injurian, tanto más somos ensalzados en el reino de Dios. Si nos dan muerte, de este modo se nos abre la puerta para entrar en la vida bienaventurada. Avergoncémonos, pues, de no estimar lo que el Señor tiene en tanto, como si fuera inferior a los vanos deleites de la vida presente, que al momento se esfuman como el humo”.
Institución de la religión cristiana III.VIII.7 (p. 541-542).
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“Es necesario además, que el entendimiento del hombre fiel se eleve más alto aún, hasta donde Cristo invita a sus discípulos a que cada uno lleve su cruz (Mt. 16,24). Porque todos aquellos a quienes el Señor ha adoptado y recibido en el número de sus hijos, deben prepararse a una vida dura, trabajosa, y llena de toda clase de males. Porque la voluntad del Padre es ejercitar de esta manera a los suyos, para ponerlos a prueba. Así se conduce con todos, comenzando por Jesucristo, su primogénito. Porque, aunque era su Hijo muy amado, en quien tenla toda su complacencia (Mt.3:l7; 17:5), vemos que no le trató con miramientos ni regalo; de modo que con toda verdad se puede decir que no solamente paso toda su vida en una perpetua cruz y aflicción, sino que toda ella no fue sino una especie de cruz continua. El Apóstol nos da la razón, al decir que convino que por lo que padeció aprendiese obediencia (Heb. 5:8). ¿Cómo, pues, nos eximiremos a nosotros mismos de la condición y suerte a la que Cristo, nuestra Cabeza, tuvo necesariamente que someterse, principalmente cuando Él se sometió por causa nuestra, para dejarnos en sí mismo un dechado de paciencia? Por esto el Apóstol enseña que Dios ha señalado como meta de todos sus hijos el ser semejantes a Cristo (Rom. 8:29).
De aquí procede el singular consuelo de que al sufrir nosotros cosas duras y difíciles, que suelen llamarse adversas y malas, comuniquemos con la cruz de Cristo; y así como El entró en su gloria celestial a través de un laberinto interminable de males, de la misma manera lleguemos nosotros a ella a través de numerosas tribulaciones (Hch. 14:22). Y el mismo Apóstol habla en otro lugar de esta manera: que cuando aprendemos a participar de las aflicciones de Cristo, aprendemos juntamente la potencia de su resurrección; y que cuando somos hechos semejantes a su muerte, nos preparamos de este modo para hacerle compañía en su gloriosa eternidad (Flp. 3: 10). ¡Cuán grande eficacia tiene para mitigar toda la amargura de la cruz saber que cuanto mayores son las adversidades de que nos vemos afligidos, tanto más firme es la certeza de nuestra comunión con Cristo, mediante la cual las mismas aflicciones se convierten en bendición y nos ayudan lo indecible a adelantar en nuestra salvación”
Institución de la religión cristiana III.VIII.1 (p. 537-538).
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“[M]ientras nosotros buscamos en esta vida la manera de vivir cómoda y tranquilamente, la Escritura siempre nos induce a que nos entreguemos, nosotros mismos y cuanto poseemos, a la voluntad de Dios, y nos pongamos en sus manos, para que Él domine y someta los afectos de nuestro corazón. Respecto a apetecer crédito y honores, a buscar dignidades, a aumentar las riquezas, a conseguir todas aquellas vanidades que nos parecen aptas para la pompa y la magnificencia, tenemos una intemperancia rabiosa y un apetito desmesurado. Por el contrario, sentimos un miedo exagerado de la pobreza, de la insignificancia y la ignominia, y las aborrecemos de corazón; y por eso procuramos todos los medios posibles de 1uir de ellas. Ésta es la razón de la inquietud que llena la mente de todos aquellos que ordenan su vida de acuerdo con su propio consejo; de las astucias de que se valen; de todos los procedimientos que cavilan y con los que se atormentan a fin de llegar a donde su ambición y avaricia los impulsa, y de esta manera escapar a la pobreza y a su humilde condición.
Por eso los que temen a Dios, para no enredarse en estos lazos, guardarán las reglas que siguen: Primeramente no apetecerán ni espetarán, ni intentarán medio alguno de prosperar, sino por la sola bendición de Dios; y, en consecuencia, descansarán y confiarán con toda seguridad en ella. Porque, por más que le parezca a la carne que puede bastarse suficientemente a sí misma, cuando por su propia industria y esfuerzo aspira a los honores y las riquezas, o cuando se apoya en su propio esfuerzo, o cuando es ayudada por el favor de los hombres; sin embargo es evidente que todas estas cosas no son nada, y que de nada sirve y aprovecha nuestro ingenio, sino en la medida en que el Señor los hiciere prósperos. Por el contrario, su sola bendición hallará el camino, aun frente a todos los impedimentos del mundo, para conseguir que cuanto emprendamos tenga feliz y próspero, suceso […]
En suma, todo aquel que descansare en la bendición de Dios, según se ha expuesto, no aspirará por malos medios ni por malas artes a ninguna de cuantas cosas suelen los hombres apetecer desenfrenadamente, ya que tales medios no le servirían de nada.
Si alguna cosa le sucediera felizmente, no la atribuirá a sí mismo, a su diligencia, habilidad y buena fortuna, sino que reconocerá a Dios como autor y a Él se lo agradecerá.
Por otra parte, si ve que otros florecen, que sus negocios van de bien en mejor, y en cambio sus propios asuntos no prosperan, o incluso van a menos, no por ello dejará de sobrellevar pacientemente su pobreza, y con más moderación que lo haría un infiel que no consiguiera las riquezas que deseaba […]
Mil clases de enfermedades nos molestan a diario. Ora nos persigue la peste, ora la guerra; ya el granizo y las heladas nos traen la esterilidad, y con ella la amenaza de la necesidad; bien la muerte nos arrebata a la mujer, los padres, los hijos, los parientes; otras veces el fuego nos deja sin hogar. Estas cosas hacen que el hombre maldiga la vida, que deteste el día en que nació, que aborrezca el cielo y su claridad, que murmure contra Dios y, conforme a su elocuencia en blasfemar, le acuse de inicuo y cruel.
Por el contrario, el hombre fiel contempla, aun en estas cosas, la clemencia de Dios y ye en ellas un regalo verdaderamente paternal. Aunque vea su casa desolada por la muerte de sus parientes, no por eso dejará de bendecir al Señor; más bien se hará la consideración de que la gracia del Señor que habita en su casa, no la dejará desolada. Sea que vea sus cosechas destruidas por las heladas o por el granizo, y con ello la amenaza del hambre, aun así no desfallecerá ni se quejará contra Dios; más bien permanecerá firme en su confianza, diciendo: A pesar de todo estamos bajo la protección del Señor y somos ovejas apacentadas en sus pastos (Sal. 79: 12); Él nos dará el sustento preciso, por extrema que sea la necesidad. Sea que le oprima la enfermedad, tampoco la vehemencia del dolor quebrantará su voluntad, hasta llevarle a la desesperación y a quejarse por ello de Dios; .sino que viendo su justicia y benignidad en el castigo que le envía, se esforzará por tener paciencia. En fin, cualquier cosa que le aconteciere sabe que así ha sido ordenada por la mano de Dios, y la recibirá con el corazón en paz, sin resistir obstinadamente al mandamiento de Aquel en cuyas manos se puso una vez a si mismo y cuanto tenía”.
Institución de la religión cristiana III.VII.8-10 (p. 534-536).
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“Cuando la Escritura nos manda que nos conduzcamos con los hombres de tal manera que los honremos y los tengamos en más que a nosotros mismos, que nos empleemos, en cuanto nos fuere posible, en procurar su provecho con toda lealtad (Rom. 12: 10; Flp. 2:3), nos ordena mandamientos y leyes que nuestro entendimiento no es capaz de comprender, si antes no se vacía de sus sentimientos naturales. Porque todos nosotros somos tan ciegos y tan embebidos estamos en el amor de nosotros mismos, que no hay hombre alguno al que no le parezca tener toda la razón del mundo para ensalzarse sobre los demás y menospreciarlos respecto a si mismo.
Si Dios nos ha enriquecido con algún don estimable, al momento nuestro corazón se llena de soberbia, y nos hinchamos hasta reventar de orgullo. Los vicios de que estamos llenos los encubrimos con toda diligencia, para que los otros no los conozcan, y hacemos entender adulándonos, que nuestros defectos son insignificantes y ligeros; e incluso muchas veces los tenemos por virtudes. En cuanto a los dones con que el Señor nos ha enriquecido, los tenemos en tanta estima, que los adoramos, Mas, si vemos estos dones en otros, o incluso mayores, al vernos forzados a reconocer que nos superan y que hemos de confesar su ventaja, los oscurecemos y rebajamos cuanto podemos. Por el contrario, si vemos algún vicio en los demás, no nos contentamos con observarlo con severidad, sino que odiosamente lo aumentamos.
De ahí nace esa arrogancia en virtud de la cual cada uno de nosotros, come si estuviese exento de la condición común y de la ley a la que todos estamos sujetos, quiere ser tenido en más que los otros, y sin exceptuar a ninguno, menosprecia a todo el mundo y de nadie hace caso, como si todos fuesen inferiores a él. Es cierto que los pobres ceden ante los ricos, los plebeyos ante los nobles, los criados ante los señores, los indoctos ante los sabios; pero no hay nadie que en su interior no tenga una cierta opinión de que excede a los demás. De este modo cada uno adulándose a sí mismo, mantiene una especie de reino en su corazón. Atribuyéndose a sí mismo las cosas que le agradan, juzga y censura el genio y las costumbres de los demás; y si se llega a la disputa, en seguida deja ver su veneno. Porque sin duda hay muchos que aparentan mansedumbre y modestia cuando todo va a su gusto; pero, ¿quién es el que cuando se siente pinchado y provocado guarda el mismo continente modesto y no pierde la paciencia?
No hay, pues, más remedio que desarraigar de lo intimo del corazón esta peste infernal de engrandecerse a si mismo y de amarse desordenadamente, como lo enseña también la Escritura. Según sus enseñanzas, los dones que Dios nos ha dado hemos de comprender que no son nuestros, pues son mercedes que gratuitamente Dios nos ha concedido; y que si alguno se ensoberbece por ellos, demuestra por lo mismo su ingratitud. “¿Quién te distingue?”, dice san Pablo, “¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido?”. Por otra parte, al reconocer nuestros vicios, deberemos ser humildes. Con ello no quedará en nosotros nada de que gloriamos; más bien encontraremos materia para rebajarnos”.
Institución de la religión cristiana III.VII.4 (p. 530-531).
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“El principio de esta instrucción es que la obligación de los fieles es ofrecer sus cuerpos a Dios “en sacrificio vivo, santo, agradable»; y que en esto consiste el legítimo culto (Rom. 12: 1). De ahí se sigue la exhortación de que no se conformen a la imagen de este mundo, sino que se transformen renovando su entendimiento, para que conozcan cuál es la voluntad de Dios. Evidentemente es un punto trascendental saber que estamos consagradas y dedicados a Dios, a fin dé que ya no pensemos cosa alguna, ni hablemos, meditemos o hagamos nada que no sea para su gloria; porque no se pueden aplicar las cosas sagradas a usos profanos, sin hacer con ello gran injuria a Dios.
Y si nosotros no somos nuestros, sino del Señor, bien claro se ve de qué debemos huir para no equivocarnos, y hacia dónde debemos enderezar todo cuanto hacemos. No somos nuestros; luego, ni nuestra razón, ni nuestra voluntad deben presidir nuestras resoluciones, ni nuestros actos. No somos nuestros; luego no nos propongamos como fin buscar lo que le conviene a la carne. No somos nuestros; luego olvidémonos en lo posible de nosotros mismos y de todas nuestras cosas.
Por el contrario, somos del Señor, luego, vivamos y muramos para Él. Somos de Dios, luego que su sabiduría y voluntad reinen en cuanto emprendamos. Somos de Dios; a Él, pues, dirijamos todos los momentos de nuestra vida, como a único y legítimo fin. ¡Cuánto ha adelantado el que, comprendiendo que no es dueño de sí mismo, priva del mando y dirección de sí a su propia razón, para confiarlo al Señor! Porque la peste más perjudicial y que más arruina a los hombres es la complacencia en sí mismos y no hacer más que lo que a cada uno le place. Por el contrario, el único puerto de salvación, el único remedio es que el hombre no sepa cosa alguna ni quiera nada por sí mismo, sino que siga solamente al Señor, que va mostrándole el camino (Rom.14: 8).
Por tanto, el primer paso es que el hombre se aparte de sí mismo, se niegue a sí mismo, para de esta manera aplicar todas las fuerzas de su entendimiento al servicio de Dios. Llamo servicio, no solamente al que consiste en obedecer a la Palabra de Dios, sino a aquél pop el cual el entendimiento del hombre, despojado del sentimiento de su propia carne, se convierte enteramente y se somete al Espíritu de Dios, para dejarse guiar por Él.
Esta transformación a la cual san Pablo llama renovación de la mente (Ef.4: 23), y que es el primer peldaño de la vida, ninguno de cuantos filósofos han existido ha llegado a conocerla. Ellos enseñan que sola la razón debe regir y gobernar al hombre, y piensan que a ella sola se debe escuchar; y por lo tanto, a ella sola permiten y confían el gobierno del hombre. En cambio, la filosofía cristiana manda que la razón ceda, se sujete y se deje gobernar por el Espíritu Santo, para que el hombre no sea ya el que viva, sino que sea Cristo quien viva y reine en él (Gál.2: 20)”.
Institución de la religión cristiana III.VII.1 (p. 527-528).
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“El orden de la Escritura que hemos indicado, consiste principalmente en dos puntos. El primero es imprimir en nuestros corazones el amor de la justicia, al cual nuestra naturaleza no nos inclina en absoluto. El otro, proponernos una regla cierta, para que no andemos vacilantes ni equivoquemos el camino de la Justicia.
Respecto al primer punto, la Escritura presenta muchas y muy admirables razones para inclinar nuestro corazón al amor de la justicia. Algunas las hemos ya mencionado en diversos lugares, y aquí expondremos brevemente otras.
Cómo podría comenzar mejor que advirtiéndonos la necesidad de que seamos santificados, porque nuestro Dios es santo (Lv. 19: 1-2; 1 Pe. 1: 16)? Porque, como quiera que andábamos extraviados, como ovejas descarriadas, por el laberinto de este mundo, ti nos recogió para unirnos consigo. Cuando oímos hablar de la unión de Dios con nosotros, recordemos que el lazo de la misma es la santidad. No que vayamos nosotros a Dios por el mérito de nuestra santidad, puesto que primeramente es necesario que antes de ser santos nos acerquemos a El, para que derramando su santidad sobre nosotros, podamos seguirle hasta donde dispusiere; sino porque su misma gloria exige que no tenga familiaridad alguna con la iniquidad y la inmundicia; hemos de asemejamos a El, porque somos suyos. Por eso la Escritura nos enseña que la santidad es el fin de nuestra vocación, en la que siempre debemos tener puestos los ojos, si queremos responder a Dios cuando nos llama. Porque, ¿para qué sacarnos de la maldad y corrupción del mundo, en la que estábamos sumidos, si deseamos permanecer encenagados y revolcándonos en ella toda nuestra vida? Además, nos avisa también que si queremos ser contados en el número de los hijos de Dios, debemos habitar en la santa ciudad de Jerusalem (Sal. 24:3), que ti ha dedicado y consagrado a sí mismo y no es lícito profanarla con La impureza de los que la habitan. De ahí estas sentencias: Aquéllos habitarán en el tabernáculo de Jehová, que andan en integridad y hacen justicia (Sal. 15:1-2). Porque no conviene que el santuario, en el que Dios reside, esté lleno de estiércol, como si fuese un establo.
Y para más despertarnos, nos muestra la Escritura, que como Dios nos reconcilia consigo en Cristo, del mismo modo nos ha propuesto en Él una imagen y un dechado, al cual quiere que nos conformemos (Rom. 6:4-6.18) […]
Por eso la Escritura, de todos los beneficios de Dios que refiere y de cada una de las partes de nuestra salvación, toma ocasión para exhortarnos. Así cuando dice que puesto que Dios se nos ha dado como Padre, merecemos que se nos tache de ingratos, si por nuestra parte no demostramos también que somos sus hijos (Mal. 1:6; Ef. 5:1; 1 Jn. 3:1). Que habiéndonos limpiado y lavado con su sangre, comunicándonos por el bautismo esta purificación, no debemos mancillamos con nuevas manchas (Ef. 5:26; Heb. 10:10; 1 Cor. 5:11.13; l Pe. 1:15-19). Que puesto que nos ha injertado en su cuerpo, debemos poner gran cuidado y solicitud para no contaminarnos de ningún modo, ya que somos sus miembros (1 Cor. 6:15; Jn. 15:3; Ef. 5:23). Que, siendo Él nuestra Cabeza, que ha subido al cielo, es necesario que nos despojemos de todos los afectos terrenos para poner todo nuestro corazón en la vida celestial (Col. 3: 1-2). Que, habiéndonos consagrado el Espíritu Santo como templos de Dios, debemos procurar que su gloria sea ensalzada por medio de nosotros y guardarnos de no ser profanados con la suciedad del pecado (1 Cor. 3: 16; 6:1; 2 Cor. 6: 16). Que, ya que nuestra alma y nuestro cuerpo están destinados a gozar de la incorrupción celestial y de la inmarcesible corona de la gloria, debemos hacer todo lo posible para conservar tanto el alma como el cuerpo puros y sin mancha hasta el día del Señor (1 Tes. 5:23)”.
Institución de la religión cristiana III.VI.2 y 3 (p. 523-525).
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“Igualmente, que no nos quiebren la cabeza con su purgatorio, el cual mediante esta hacha queda hecho astillas y derribado desde sus mismos cimientos. Porque yo no apruebo la opinión de algunos, a quienes les parece que se debería hacer la vista gorda respecto al purgatorio, y no hacer mención de él; de lo cual, según dicen, surgen grandes debates, y se saca poco provecho y edificación. Por mi parte, seria del parecer que no se hiciese caso de tales vanidades, siempre que ellas no arrastrasen en pos de si una larga secuela de problemas de gran importancia. Mas dado que el purgatorio está edificado sobre numerosas blasfemias, y cada día se apoya en otras nuevas, dando origen a muy graves escándalos, creo que no se debe pasar por alto [… ]
Hay, pues, que gritar cuanto pudiéremos, y afirmar que el purgatorio es una perniciosa invención de Satanás, que deja sin valor alguno la cruz de Cristo, y que infiere una gravísima afrenta a la misericordia de Dios, disipa y destruye nuestra fe. Porque, ¿qué otra cosa es su purgatorio, sino una pena que sufren las almas de los difuntos en satisfacción de sus pecados? De tal manera, que si se prescinde de la fantasía de la satisfacción, al punto su purgatorio se viene abajo. Y si por lo poco que hemos dicho se ve claramente que la sangre de Jesucristo es la satisfacción por los pecados de los fieles, y su expiación y purificación, ¿qué queda, sino que el purgatorio es simplemente una horrenda blasfemia contra Dios?
No trato aquí de los sacrilegios con que cada día es defendido; ni hago mención de los escándalos que causa en la religión, ni de una infinidad de cosas que han manado de esta fuente de impiedad […]
Objetarán nuestros adversarios que esto ha sido opinión antiquísima en la Iglesia. Pero san Pablo soluciona esta objeción, cuando comprende aun a los de su tiempo en la sentencia en que afirma que todos aquellos que hubieren añadido algo al edificio de la Iglesia, y que no esté en consonancia con su fundamento, habrán trabajado en vano y perderán el fruto de su trabajo.
Por tanto, cuando nuestros adversarios objetan que la costumbre de orar por los difuntos fue admitida en la Iglesia hace mas de mil trescientos años, yo por mi parte les pregunto en virtud de qué palabra de Dios, de qué revelación, y conforme a qué ejemplo se ha hecho esto. Porque no solamente no disponen de testimonio alguno de la Escritura, sino que todos los ejemplos de los fieles que se leen en ella, no permiten sospechar nada semejante. La Escritura refiere muchas veces por extenso cómo los fieles han llorado la muerte de los amigos y parientes, y el cuidado que pusieron en darles sepultura; pero de que hayan orado por ellos no se hace mención alguna. Y evidentemente, siendo esto de mucha mayor importancia que llorarlos y darles sepultura, tanto más se debería esperar que lo mencionara. E incluso, los antiguos que rezaban por los difuntos, veían perfectamente que no existía mandamiento alguno de Dios respecto a ello, ni ejemplo legítimo en que apoyarse.
¿Por qué, pues, se preguntará, se atrevieron a hacer tal cosa? A esto respondo que obrando así demostraron que eran hombres; y que por ello no se debe imitar lo que ellos hicieron. Porque, como quiera que los fieles no deben emprender nada sino con certidumbre de conciencia, como dice san Pablo (Rom. 14:23), esta certidumbre se requiere principalmente en la oración”.
Institución de la religión cristiana III.V.6 y 10 (p. 515-520).