Contrariamente a lo que proclamó Karl Marx, no es la lucha de clases, sino las ideas lo que moldean y dan forma a las sociedades a lo largo de la historia. La lucha de clases, el gran invento, la gran aportación de Marx, no fue más que la adaptación materialista, en el terreno de la historia, de la dialéctica idealista hegeliana. El proceso infinito de tesis-antítesis-síntesis hegeliano fue reemplazado en Marx por la confrontación entre los hombres en el conjunto de la sociedad. La sociedad en los distintos países, que antes era vista como una unidad orgánica, normalmente bajo la cabeza unitaria de un rey, pasó a dividirse en Marx en segmentos o clases. La gran cuestión, entonces, es determinar en base a qué se configuran las distintas clases: podría haber sido igualmente por edad, sexo o cualquier otro tipo de condición, como estado de salud, altura, color de pelo u ojos. Pero la única categoría en principio lo suficientemente globalizadora como para llegar a ser considerada como motor de la historia fue el concepto de clase social en un sentido económico: si se es empresario o trabajador, y todo aquello que no encajaba en esta distinción básica –artesanos, profesiones liberales o incluso clérigos– pasaba a ser endosado a la “clase dominante” bajo la rúbrica de “burguesía” –nótese el carácter arbitrario de esta apelación, pues en el fondo no significa otra cosa que “gente de la ciudad”–.
El concepto marxista de lucha de clases, proclamado en el Manifiesto comunista de 1848, se vería muy pronto secundado por el de la evolución biológica, de Charles Darwin, expuesta en su famosa obra El origen de las especies, de 1859. La lucha de clases marxista y la teoría de la evolución darwiniana deben considerarse conjuntamente, pues, una vez más, el darwinismo no sería otra cosa que la adaptación materialista en el terreno de la biología de la dialéctica hegeliana. Siempre se encuentra la misma estructura básica: tesis-antítesis-síntesis en el terreno de las ideas, lucha de clases como motor de nuevas realidades en la historia, seres vivos que confrontados a distintas condiciones en la naturaleza dan lugar a nuevas especies. La afinidad entre Marx y Darwin se puede ver claramente en las palabras de Marx mismo: primeramente en la carta del 19 de diciembre de 1860 dirigida a su amigo y compañero Friedrich Engels, en la que afirmaba que el recién publicado libro de Darwin constituye “el fundamento histórico-natural de nuestra concepción”, o también en la nota que Marx envió a Darwin tras la publicación en 1873 de la segunda edición del primer tomo de El capital, en la que decía: “A Mr. Charles Darwin de parte de su sincero admirador, Karl Marx”.
A pesar de esta afinidad básica, es justo también resaltar las diferencias entre la lucha de clases marxista y la evolución darwiniana. Al gusto de Marx, el concepto de Darwin era débil e insuficiente, pues estaba regido por la idea de progreso continuo, de impronta netamente liberal y que dejaba poco lugar al concepto marxista de revolución. Pero la diferencia entre marxismo y darwinismo se sitúa a un nivel mucho más fundamental, pues la aplicación del darwinismo al terreno social vendría a justificar el dominio de los más fuertes y aptos en la sociedad sobre los más débiles e inadaptados como el resultado ineludible de la existencia misma, mientras que en el marxismo la lucha de clases tiene, en una clara adaptación atea del milenarismo judeocristiano, un carácter redentor, primero para los más débiles y luego para una humanidad supuestamente alienada por el trabajo y por la propiedad transmitida por la familia. Aunque es algo que normalmente no se quiera ver, marxismo y darwinismo –que juntos forman la columna vertebral del ateísmo contemporáneo– están diametralmente enfrentados en este punto, y la tensión dialéctica entre ambos es de tal magnitud que no se puede reducir. Sencillamente, no hay síntesis posible para esta antítesis.
Como se decía al inicio, son las ideas las que moldean y dan forma a las sociedades. La acción conjunta de marxismo y darwinismo, en sus respectivos ámbitos –la historia y acción política, por una parte, y las ciencias naturales, por otra– es la responsable de que las distintas sociedades occidentales, de historia y tradición cristiana, estén ahora inmersas en el más craso de los ateísmos. Un ateísmo que no tiene nada que envidiar, en grado de enemistad teórica, al de los antiguos países del Este o al de la actual Corea del Norte, que no esconde su deseo de destruir completamente lo que queda de cristianismo en nuestras sociedades y que en estos tiempos de pandemia amaga incluso con las primeras acciones abiertamente hostiles.
No ha hecho falta, pues, el triunfo de una revolución comunista en Occidente, que por otra parte a finales del s. XIX o principio del XX era materialmente imposible. Pero las ideas tienen alas y echan a volar, y con el tiempo manifiestan todo su potencial, ya sea benéfico o destructivo. De esta manera, en el contexto de las sociedades occidentales, que han mayoritariamente erradicado las condiciones de pobreza de la primera revolución industrial con jornadas laborales de 40 horas semanales y a la baja, se sigue aplicando el mismo principio de lucha de clases a todos los ámbitos imaginables, a todo aquello susceptible de presentarse bajo la dialéctica opresor-oprimido. Ahora, sí, efectivamente, a la edad, al sexo y (literalmente) al color de pelo y de ojos. Y así continuará hasta el infinito, sin poder jamás alcanzar el ansiado «paraíso terrenal». Ese paraíso sí que es una quimera. Por la que muchos todavía viven y millones han muerto.