
A principios del siglo V se dieron las invasiones germánicas en el Imperio Romano. Las Islas Británicas fueron invadidas por los anglos y los sajones, quienes se instalaron en la parte central de la isla. La población autóctona, de origen celta, fue empujada a la periferia: Gales, Escocia, Irlanda e incluso Bretaña. El cristianismo celta fue también expulsado y sus templos destruidos. Los anglos y sajones eran paganos; no querían ser evangelizados por aquellos a los que habían conquistado.
Así quedó la situación hasta que el obispo de Roma, Gregorio Magno (540-604), organizó en el año 597 un viaje misionero de unos 40 monjes, dirigidos por quien sería llamado Andrés de Canterbury (534-604). Esta misión sí que tuvo éxito, comenzando con la conversión y bautismo del rey Ethelberto (560-616). Aunque, en líneas generales, consiguiera este éxito de una manera muy peculiar.
Una de las cuestiones que los monjes le plantearon a Gregorio por carta es qué hacer con los antiguos templos paganos y las ancestrales prácticas de paganismo que los que en teoría se habían convertido continuaban practicando. La respuesta de Gregorio, por carta, muy interesante, la leemos a continuación:
UNA COPIA DE LA CARTA QUE EL PAPA GREGORIANO ENVIÓ AL ABAD MELLITUS, Y LUEGO A GRAN BRETAÑA. [A.D. 601.]
Habiendo partido los antedichos mensajeros, el Santo Padre Gregorio envió tras ellos cartas dignas de ser conservadas en la memoria, en las que muestra claramente el cuidado que tuvo por la salvación de nuestra nación. La carta era la siguiente.
«A su hijo más querido, el abad Mellitus; Gregorio, el siervo de los siervos de Dios. Hemos estado muy preocupados, desde la partida de nuestra congregación que está con ustedes, porque no hemos recibido ningún relato del éxito de su viaje. Cuando, por lo tanto, Dios Todopoderoso os traiga al reverendísimo Obispo Agustín, nuestro hermano, decididle lo que tengo, después de una madura deliberación sobre el asunto de los ingleses, a saber, que los templos de los ídolos de esa nación no deben ser destruidos, sino que los ídolos que hay en ellos sean destruidos; que se haga agua bendita y se rocíe en dichos templos, que se erijan altares y que se coloquen reliquias. Porque si esos templos están bien construidos, es necesario que se conviertan de la adoración de los demonios al servicio del Dios verdadero; que la nación, viendo que sus templos no son destruidos, pueda eliminar el error de sus corazones, y conociendo y adorando al Dios verdadero, recurra más familiarmente a los lugares a los que han estado acostumbrados. Y porque han sido usados para sacrificar muchos bueyes en los sacrificios a los demonios, alguna solemnidad debe ser cambiada por ellos por este motivo, como la del día de la dedicación, o la de los nacimientos de los santos mártires, cuyas reliquias están allí depositadas, que pueden construirse a sí mismos chozas de las ramas de los árboles, sobre las iglesias que se han convertido a ese uso desde los templos, y celebran la solemnidad con fiestas religiosas, y no ofrecen más bestias al Diablo, sino que matan ganado para alabanza de Dios en su comida, y den gracias al Dador de todas las cosas para su sustento; con el fin de que, si algunas gratificaciones son permitidas exteriormente, puedan consentir más fácilmente a las consolaciones interiores de la gracia de Dios. Porque no hay duda de que es imposible borrar todo de una vez por todas de sus mentes obstinadas; porque el que se esfuerza por ascender al lugar más alto, se eleva por grados o escalones, y no por saltos. Así, pues, el Señor se dio a conocer al pueblo de Israel en Egipto; y sin embargo, les permitió el uso de los sacrificios que acostumbraban ofrecer al Diablo en su propia adoración, para ordenarles en su sacrificio que mataran a las bestias, a fin de que, cambiando sus corazones, pudieran dejar a un lado una parte del sacrificio, mientras que retenían a otra; que mientras ofrecían las mismas bestias que solían ofrecer, las ofrecieran a Dios, y no a los ídolos; y que por lo tanto, dejaran de ser los mismos sacrificios. Esto es lo que os corresponde comunicar a nuestro antedicho hermano, para que, estando allí presente, pueda considerar cómo ha de ordenar todas las cosas. Que Dios te proteja, hijo amado.
«Dado el 17 de junio, en el decimonoveno año del reinado de nuestro señor, el más piadoso emperador, Mauricio Tiberio, el decimoctavo año después del consulado de nuestro señor. La cuarta acusación».
Beda el Venerable, Historia eclesiástica del pueblo inglés, cap. XXX.
En resumidas cuentas, Gregorio instruyó a los monjes que: 1) se usaran los antiguos templos paganos para la adoración (rociándolos de agua bendita y poniendo allí algunas “reliquias” cristianas); y 2) se les permitiera a la gente seguir ofreciendo sacrificios de animales (!!!) en aquellos antiguos templos paganos, con tal que lo hicieran en las días festivos cristianos y que fueran ofrecidos a Dios. Como resultado, los paganos lo único que harían en el futuro es seguir tranquilamente con sus prácticas ancestrales. Sólo cambiaría, al final, la nomenclatura.
La justificación bíblica que ofrece Gregorio es absolutamente deficiente: al salir de Egipto, los israelitas dejaron de sacrificar a los dioses de Egipto para hacerlo al Dios verdadero, cierto, pero no lo hicieron cómo les pareció bien, sino que siguiendo las precisas instrucciones divinas de cómo, cuándo y dónde debían hacerlo. En cuanto a la justificación psicológica de esta medida (no nos convertimos absolutamente de repente), ciertamente tiene algún elemento de verdad. Pero, ¿dónde se sitúa la línea divisoria entre el convertido y el no convertido, sino en que el primero es quien ha abandonado a “los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Tes 1:9 RV-SBT)?
Sea como fuere, es aquí donde se puede situar el inicio de la desgraciada amalgama de cristianismo y paganismo. Un rasgo característico del papismo, pues, y nunca mejor dicho.