Cualquiera que algo familiarizado con el catolicismo-romano –o más bien papismo, término para nada despectivo, sino que expresa con precisión la naturaleza de esta religión– sabe la importancia que se le da en él a la declaración: “Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros” (Hechos 15:28 RV-SBT), tanto para basar la supuesta infalibilidad de esta iglesia (de Concilios y, desde Vaticano I, del “papa”), como, sobre todo, justificar las innovaciones dogmáticas de esta iglesia, que siempre han de ser consideradas igualmente infalibles. Según esta manera de ver, este texto del libro de Hechos vendría a ser como una declaración de la Iglesia no directamente basada en la Escritura, sino por una autoridad que le es propia a la Iglesia, y que a partir de su promulgación adquiriría el carácter de autoridad divina.
En realidad, lo que enseña este pasaje es algo totalmente distinto. Leyendo Hechos 15, no se ve que la Iglesia reunida en el primer Concilio en Jerusalén hubiera decidido la cuestión de los judaizantes por la autoridad de la Iglesia, como si la tuviera aparte o por encima de la Escritura. Al contrario: fue la Escritura la guía del Espíritu Santo en el Concilio. Además, no se aprecia allí tanto consenso –concepto igualmente clave en el papismo–, sino que fueron el apóstol Pedro y sobre todo Santiago, el hermano del Señor, los que en él expusieron la Escritura con la autoridad de Dios, el Espíritu Santo. Lo que el Concilio resolvió, pues, fue siempre por la autoridad de Dios.
Creemos que las palabras del reformador Juan Calvino en su comentario sobre Hechos 15:28 aclaran suficientemente toda esta cuestión:
En cuanto a que los Apóstoles y los Ancianos se añadieran como compañeros al Espíritu Santo, ellos no se atribuyen nada en especial en esto, sino que esta manera de hablar es como si dijeran que el Espíritu Santo les ha guiado y conducido; y que han ordenado lo que escriben estando inspirados por él.
Porque esta manera de hablar es bastante frecuente en la Escritura, a saber, que pone en segundo lugar a los Ministros después de haber expresado primero el nombre de Dios. Cuando se dijo que el pueblo creyó a Dios y a Moisés, su siervo (Éxodo 14:34), la fe no se ha desgarrado por esto, de manera que esté sujeta en parte a Dios y en parte a un hombre mortal. ¿Qué, pues? Como es cierto que el pueblo tuvo a Dios como único autor de su fe, él añadió fe también a su siervo Moisés, de quien era inseparable. Y ciertamente el pueblo no podía creer a Dios más que recibiendo la doctrina propuesta por Moisés, de la misma manera que al rechazar y despreciar a Moisés anteriormente, rechazaron el yugo de Dios. Y por esto se rechaza la impudicia de los que, presumiendo de fe a boca plena, desprecian sin embargo el ministerio de la Iglesia con una impiedad orgullosa. Porque de la misma manera que sería un reparto sacrílego, si la fe dependiera en parte de un hombre, incluso en el menor punto posible, así también aquellos que no tienen en cuenta a los Ministros, por los cuales Dios habla, y aparentan recibirlo como Señor, se burlan abiertamente de él. Los Apóstoles, pues, niegan que se hayan forjado de su mente esta ordenanza que dan a los gentiles, sino que solamente han sido Ministros del Espíritu Santo; y esto a fin de autorizar con la autoridad de Dios lo que ellos han recibido de él y pasan de mano en mano. También cuando S. Pablo menciona su Evangelio, no presenta un Evangelio nuevo, que él hubiera forjado por sí mismo, sino que predica este mismo Evangelio que le fue entregado por Cristo.
Pero los Papistas se muestran ridículos cuando quieren probar por estas palabras que la Iglesia posee alguna autoridad propia; y lo que es más, se contradicen a sí mismos. Porque ¿qué excusa tienen para debatir que la Iglesia no puede errar, sino por ser gobernada inmediatamente por el Espíritu Santo? Por esta causa, ellos se jactan a gritos que sus invenciones, por las cuales los redargüimos, son oráculos del Espíritu Santo. Es, pues, una gran locura suya la de presentar esta palabra, “Nos ha parecido bien”. Porque si los Apóstoles han ordenado algo sin el Espíritu Santo, esta primera máxima caerá inmediatamente al suelo: Que nada sea decretado por los Concilios que no sea ordenado y dictado por el Espíritu Santo.
Jean Calvin, Commentaires de Jehan Calvin sur le Nouveau Testament, tome II, Evangile selon S. Jean et les Actes des Apostres, (París : Librairie de Ch. Meyreueis et Compagnie, 1854), pp. 755-756