Es imposible hablar de Cristo sin hablar de la cruz. Esa es la gran diferencia entre la fe cristiana y las religiones de los hombres. Los fundadores de las religiones humanas no han muerto en una cruz, ni la cruz significa nada para ellos. Sin embargo, no se puede separar a Cristo de la cruz, ni la fe cristiana puede concebirse sin ella. “Porque nosotros predicamos a Cristo crucificado” (1 Corintios 1:23); “pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (2 Corintios 2:2).
Pero, ¿qué hemos de pensar de la cruz de Cristo? Porque partimos de la base que, al ser absolutamente esencial para la fe cristiana, la cruz no es algo absurdo o casual, sino que tiene sentido, y un sentido en particular. Lo cual lo muestra claramente la Escritura cuando dice: “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:23). La muerte de Jesús en la cruz tiene un lugar central en los planes de Dios y tiene, por tanto, un sentido para Él. ¿Qué es, entonces, la cruz de Cristo?
No serviría de nada dar una respuesta por nosotros mismos, pero lo que sí que podemos es ir a la Escritura para ver lo que Jesús mismo, antes de sufrirla, dijo de su propia muerte en la cruz. De esta manera, leemos que “el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28), y “esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28). La muerte de Jesús fue un “rescate”, palabra que en la antigüedad designaba el pago de un precio para la liberación de un esclavo. El resultado de este “rescate” fue “la remisión de los pecados”. El pago fue, además, “por muchos”, es decir, “en lugar de” muchos. Por tanto, su muerte fue vicaria o sustitutiva.
Vemos también la enseñanza apostólica acerca de la cruz de Cristo. En la epístola a los Hebreos, Pablo comparaba a Cristo con los sumos sacerdotes de la Antiguo Testamento con estas palabras: “no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primo sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Hebreos 7:28); “es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto…” (9:15); “así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (9:28); “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados…” (10:12); y “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (2:18).
A la luz de todas estas citas de la Escritura, podemos decir que, en una palabra, la muerte de Jesús en la cruz fue un sacrificio vicario y expiatorio. La idea de la expiación es la de quitar el pecado, sí, pero recibiendo el castigo por el pecado. Como hemos visto, y la carta a los Hebreos habla de ello en detalle. Este sacrificio de Cristo ya fue prefigurado por los sacrificios de animales en el Antiguo Testamento (cf. Levítico 4:20; 16:30) y por la profecía del Siervo sufriente (Isaías 53:7.10). Es por ello por lo que Juan el Bautista, al ver a Jesús, dijo: “He aquí el Cordero de Dios quita pecado del mundo” (Juan 1:29).
Hoy en día es cada vez más frecuente oír discursos diferentes acerca de la cruz de Jesús. En la Iglesia católica-romana, en particular, no es raro presentar la cruz como un acto por el cual Cristo se hace solidario de todos los dolores y sufrimientos de los hombres. De esta manera, Dios, en la persona de Su Hijo, asumiría, haría suyo el sufrimiento humano, lo cual tendría que traer consuelo a las personas que sufren. Se trata, pues, sobre todo, de un discurso místico acerca de la cruz. También esta teoría se escucha a veces entre evangélicos.
A pesar de que aparentemente sea atractivo, no puede decirse que este discurso presente la verdad bíblica acerca de la cruz. En especial, por una razón: porque elimina su carácter de expiación. Como hemos visto, en la Biblia la muerte de Jesús en la cruz fue un sacrificio por los pecados. Un sacrificio presentado a Dios para obtener Su perdón y reconciliación con los pecadores. La cruz fue, pues, el medio por el cual la ira de Dios por el pecado halló satisfacción, por cuanto las demandas de justicia por Dios acerca del pecado – que son las de un Dios eterno e infinito en todos su atributos y perfecciones, en Su amor y misericordia, así como en Su santidad y justicia – hallaron satisfacción, de manera que el pecado pudiera ser quitado de Su presencia.
Nosotros necesitamos la expiación. El pecado es tan espantosamente horrible en su acto mismo y en sus consecuencias, que mancha la conciencia de aquel que lo practica. La conciencia sólo puede verse libre de esta mancha si el pecado es expiado. Como la cruz de Cristo es lo único que ofrece la expiación necesaria al pecado, sólo es la cruz de Cristo la que proporciona la paz con Dios y la paz de la conciencia. Los sacrificios del Antiguo Testamento, en sí mismos, no podían perfeccionar en la conciencia a los creyentes (Hebreos 9:9; 10:1-2). Sin embargo, la sangre de Jesucristo sí. “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia…” (Hebreos 10:22); “Y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Pero no sólo eso. La expiación es necesaria por causa de quién es Dios y quiénes somos nosotros. La Palabra de Dios presenta claramente la necesidad de la expiación para que se puedan saldar las deudas del pecado. “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). En realidad, no hay lugar alguno para la presencia del pecado en el mundo de Dios. “Los cielos cuentan la gloria de Dios…” (Salmo 19:1ss); “Oíd, cielos, y escucha tú, tierra; porque habla Jehová: Crié hijos, y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí” (Isaías 1:2). El pecado es la transgresión de la Ley “santa, justa y buena” de Dios (Romanos 7:12 ). Por ello, es una afrenta horrible al Señor Dios Todopoderoso, al Creador de cielos y tierra, y Sustentador de todo cuánto existe, un ultraje a Su gloria declarativa, un acto de violencia por parte del hombre contra Dios y contra la naturaleza de lo creado de dimensiones inmensurables. “Mía es la venganza, Yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19). Por tanto, no hay duda de ello, para que se puedan saldar sus deudas, y pueda así ser perdonado, el pecado debe ser primero expiado.
Y sólo la preciosa vida del Salvador Jesucristo puede presentar un rescate adecuado a la enormidad del pecado, y satisfacer la ira de un Dios eterno e infinito por el pecado. “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre precisa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación…” (1 Pedro 1:18-19). ¿Qué precio, entonces, es el de la vida del Hijo eterno de Dios, hecho hombre para efectuar la eterna redención? Sólo podemos decir ¡un precio INFINITO! En su propia dignidad y valor, pues, capaz de perdonar los pecados de todo el mundo, y que efectivamente perdona TODOS los pecados de TODOS los que, verdaderamente arrepentidos, ponen una mirada de fe hacia la cruz para hallar la misericordia divina, aun para el mayor de los pecadores. ¡Alabado sea Su Nombre!
¿Cuál va a ser tu mirada, pues, querido lector, ante la cruz de Cristo?
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Publicado en el número 210, revista «En la Calle Recta» (enero-febrero 2008)