CULTO DE LA TARDE (Bilbao)
Salmo 8, «Contra el humanismo cristiano»
CULTO DE LA TARDE (Bilbao)
Salmo 8, «Contra el humanismo cristiano»
«Congregación de hombres mortales,
¿Justicia en verdad pronunciáis?
Hijos de Adam, ¿recto juzgáis?
No, sino que urdís maldades;
Vuestra violencia, hasta matar,
En la tierra hacéis pesar»
[Continuamos con la excelente serie del Pastor John Sawtelle[1] acerca de la historia de los Salmos de Ginebra y su papel en las Guerras de Religión de los siglos XVI y XVII en Europa. Pueden consultar el original en inglés aquí. Westminster Hoy no comparte forzosamente la totalidad de los puntos de vista del autor, pero recomienda vehementemente su lectura].
Al pensar acerca de la práctica histórica Reformada del canto de Salmos y cómo ella cultivó el particular efecto de un etos marcial, será útil delinear brevemente el origen y la distribución del Salterio de Ginebra, el cual tendría un papel esencial para dar forma al culto reformado al menos durante unos siglos después de la Reforma. Aunque ya se cantaban los Salmos entre los reformados en la década de 1520, fue Calvino quien ayudó a que esta práctica llegara a ser una seña de identidad para las iglesias reformadas. Tomando un vía media entre Lutero, por un lado, quien incorporó himnos y salmos en la adoración pública, y Zwinglio, por otro, quien rechazó totalmente el uso tanto de instrumentos como incluso del canto en el culto público, Calvino propuso el canto de los Salmos a capela por toda la congregación.
Introducción: La utopía y la familia. Breve estado de la cuestión
Desde el inicio y difusión de las ideas filosóficas naturalistas, a partir de mediados del siglo XVII, hasta el triunfo de las mismas en el movimiento de la Ilustración en el siglo XVIII, se inició un proceso por el cual los pensadores escépticos o ateos iban a conseguir alejar a las poblaciones de las distintas naciones occidentales de su largo pasado de herencia cristiana –Reforma protestante incluida–. Si algún papel se seguiría reconociendo a la religión, este quedaría relegado meramente al ámbito de lo personal y privado. Lo cual implica que la religión debía estar asimilada, tanto en teoría y como en práctica, a la superstición y, por tanto, se le declaraba incapaz de regir, siquiera orientar, la mentalidad de las sociedades, y ello en beneficio de la “Diosa Razón”.
En esta lucha por las conciencias de los pueblos, uno de los principales campos de batalla no ha sido otro que el de la institución de la familia. O mejor dicho, ha sido la familia –entiéndase, el modelo cristiano de familia– uno de los objetivos prioritarios de los ataques liberales o radicales. Ello fue debido a que se la señaló, ya desde el inicio mismo del radicalismo liberal de la era moderna (siglos XVII y XVIII), como el principal impedimento de la llamada “emancipación de la mujer”, la libertad sexual, o la consecución de una sociedad más igualitaria entre sexos. Posteriormente, en el siglo XIX, el discurso en contra de la familia fue ganando en elaboración y complejidad, de manera que, desde la psicología freudiana hasta el marxismo, ella sería considerada como la causante de todo tipo de trastornos y males, tanto en los individuos como en las sociedades. Las dos grandes críticas a la familia apuntaron tanto a su origen –supuestamente, un mero producto social sin ningún tipo de carácter transcendente asociado con él– como a su función, supuesto transmisor primario de todo tipo de imposiciones y desigualdades sociales. La emancipación del hombre pasaba, así, o bien, directamente, por su abolición, o bien, por su progresiva desintegración.
Tras la descristianización intensiva durante la segunda mitad del siglo XX y el triunfo momentáneo de la filosofía del postmodernismo que estamos viviendo, se le ha concedido a la familia una aparente tregua. Es decir, ya no se habla más de la familia en singular: ahora se habla de ella en plural, se habla, pues, de distintos modelos de familia. Esta pluralidad de modelos es considerada, según parece, como uno de los mayores logros humanos, y es sobre la base y a condición de esta pluralidad que la familia puede todavía recibir un tratamiento positivo en la actualidad –si bien el “modelo tradicional de familia”, también llamado “familia patriarcal”, sigue siendo el objeto preferente de los ataques feministas–. De momento, esta pluralidad sólo tiene que ver con la apertura en cuanto al distinto número de progenitores (familias monoparentales) o al género de los mismos (familias de homosexuales). Sin embargo, a la larga, es imposible que el relativismo postmoderno pueda llegar a ofrecer razones suficientes para que las sociedades se abran también a todas las posibles alternativas, como la poligamia (en cualquiera de sus variantes), u otras –máxime teniendo en cuenta el creciente peso del Islam en los países de Occidente o las posibilidades abiertas con la fecundación artificial–.
Sin duda, el gran peligro para los cristianos hoy es el llegar a acomodarse a este discurso imperante para relativizar, abierta o tácitamente, el único modelo correcto y, por lo tanto, a la larga viable de familia, el modelo cristiano o bíblico. Abiertamente, este ya ha sido cuestionado en las filas del protestantismo liberal, por su aceptación del llamado “matrimonio” homosexual. Pero el gran peligro para los evangélicos hoy es sucumbir ante la retórica postmoderna actual y llegar a conceder alguna carta de naturaleza a las llamadas nuevas formas de familia contemporáneas. Por ejemplo, si se admite su legitimidad de cara al exterior, en el mundo, por miedo, por ejemplo, a intentar imponer “nuestra moral” a los demás, ¿por qué razón no llegará también a admitirse en el interior, entre creyentes e iglesia? Por ello, es del todo punto imprescindible que los cristianos mantengamos la enseñanza de la Palabra de Dios en cuanto a la familia. Lo cual pasa, primeramente, por tenerla nosotros mismos clara. Este es el sencillo objeto de este artículo.
1. La familia: Institución creacional de Dios
El origen de la familia es tan antiguo como la vida misma y se remonta a los primeros actos de la Creación de Dios. Encontramos la primera referencia a ella en la Biblia en el primer capítulo del Génesis mismo, en el día sexto de la Creación: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; […] Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:26-27). Es importante notar el paralelo que establece el vs. 27 entre el hecho que el hombre fuera creado a imagen de Dios, y que Dios “los” creara “varón y hembra”. La transición entre ambas mitades es abrupta y parecería sugerir que el hombre creado a imagen y semejanza de Dios es el hombre y la mujer juntos. Ambos tienen la misma dignidad de la imagen de Dios en ellos. Pero no sólo eso, sino que, ambos, juntos, forman una unidad querida y establecida por Dios, tal y como en el capítulo 2 pondrá más de manifiesto: “Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis. 2:21-24).
En su comentario sobre el Génesis, el reformador Juan Calvino vio una clara referencia al matrimonio en este pasaje de la creación del hombre a imagen de Dios. Sus palabras son dignas de mención:
“Cuando añade a continuación, que Dios los creó varón y hembra, es para magnificar la unión del matrimonio, por la cual se mantiene la sociedad del género humano. Porque esta manera de hablar: Dios a creado al hombre, Él les ha creado varón y mujer; es como si dijera que el varón no es más que la mitad del hombre, y que por esta causa la mujer le fue dada por compañera, a fin de que los dos fueran uno; como lo expresa más claramente en el capítulo segundo”[1]
Las implicaciones, que posteriormente la Biblia hará explícitas, de la unidad absolutamente singular del matrimonio, que da base a la familia, son la perpetuidad del mismo y su indisolubilidad en la voluntad original de Dios, normativa para nosotros. En palabras del Señor Jesús mismo: “¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo 19:4-6; cf. también Malaquías 2:15-16)
La enseñanza de los dos capítulos iniciales de la Biblia acerca de la familia es, pues, resumida, que el matrimonio entre el hombre y la mujer forma parte de la naturaleza esencial misma del hombre y está asociado incluso con su creación a imagen de Dios. Por haber sido creado por Dios, el matrimonio, y por tanto la familia, es una institución divina, sometida a Su voluntad normativa y a Su autoridad. Él ha querido, desde el principio mismo, que la familia esté compuesta por el matrimonio entre el hombre y la mujer, y que esta unión no se separe. Se trata, por tanto, de una institución creacional, la importancia de lo cual no debe ser pasada por alto: por ser creacional, está destinada para todos los hombres, independientemente de que sean o no creyentes. Estamos ante un hecho universal, que debería ser, por tanto, proclamado así por parte nuestra y reconocido como tal por parte de todos. El que generalmente no lo sea sólo habla de los terribles efectos de la Caída y de la corrupción total de la Humanidad. Todos los hombres son responsables si quebrantan, de un modo u otro, esta institución y mandamiento divino.
2. La familia: Hogar de la procreación
El primer mandamiento dado por Dios al hombre, varón y mujer, en la Biblia no fue otro que el de la reproducción: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra” (Génesis 1:28). La unión del hombre y la mujer, por la cual se forma el matrimonio, es, por naturaleza, una unión sexual. El apóstol Pablo lo puso bien de manifiesto con estas punzantes palabras: “¿O no sabéis que el que se une con una ramera, es un cuerpo con ella? Porque dice: Los dos serán una sola carne” (1 Corintios 6:16).
Por lo cual, no se puede disociar la íntima unidad entre estos tres motivos originales: matrimonio, sexo y procreación. La Confesión de fe de Westminster presenta estos tres elementos interrelacionados entre sí: “El matrimonio fue instituido para la mutua ayuda de esposo y esposa; para multiplicar el género humano por generación legítima, y la iglesia con una simiente santa, y para prevenir la impureza”.[2]
Esto es lo que constituye como contraria a la voluntad de Dios toda práctica sexual fuera del matrimonio (sea fornicación o adulterio; cf. Hebreos 13:4), así como la práctica homosexual, la cual, siendo estéril y ajena por completo al elemento esencial procreativo, no puede ser fundadora de matrimonio y familia. La práctica sexual no puede dejar de contemplar que el sexo tiene por esencia una finalidad reproductiva. Si bien la sexualidad en la Biblia no tiene carácter exclusivamente procreativo (por supuesto, está la satisfacción afectiva del hombre y la mujer; cf. el Cantar de los Cantares) también es cierto que, por lo que hemos visto anteriormente, no se puede disociar de él. Por causa de ello, la sexualidad bíblicamente establecida y aprobada por Dios es la heterosexual, y en el marco del matrimonio.
A diferencia de nuestra mentalidad contemporánea, según la cual tener hijos es visto como mínimo como un considerable problema, por lo cual se limita al máximo el número de ellos, la Biblia celebra los hijos como un don del Señor y anima tenerlos en abundancia. El contemplar los hijos como dados directamente por Dios es un rasgo prominente de la Biblia, especialmente del Antiguo Testamento.[3] “He aquí, herencia de Jehová son los hijos; Cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, Así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; No será avergonzado Cuando hablare con los enemigos en la puerta” (Salmo 127:3-5).
3. La familia: Receptora de las promesas de la Alianza
La creación del hombre como varón y mujer, junto con el establecimiento por Dios el matrimonio y el mandato de la procreación, sitúan a la familia en el centro mismo del Pacto o Alianza que Dios concertó con el hombre en el Edén.[4] De esta manera, Adán estuvo en el pacto con Dios no sólo a título personal e individual, sino como cabeza de su familia (cf. 1 Corintios 11:8-9; 1 Timoteo 2:13) y, por lo tanto, como representante de la misma, lo cual incluiría también a su futura descendencia. Es por ello que su transgresión en la alianza precipitó a todos sus descendientes a su mismo estado de ruina, condenación y muerte (Romanos 5:12-19; 1 Corintios 15:22).
La restauración de la alianza de Dios y los hombres, pero esta vez no en términos de ley y obras, sino en términos de gracia y fe, no podía sino incluir a la descendencia de los creyentes también en el pacto con Dios. Desde el mismo establecimiento de la alianza con Abraham, los creyentes son contados en el pacto juntamente con sus hijos: “Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti” (Génesis 17:7). El Nuevo Testamento sigue presentando esta misma realidad. La predicación del Evangelio en el día del cumplimiento de las profecías del derramamiento del Espíritu en los días del Mesías sigue extendiendo la promesa de la alianza a los hijos: “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos” (Hechos 2:39). Si la promesa es para ellos, la señal que significa y sella esta promesa del Pacto en el Nuevo Testamento, el bautismo (Colosenses 2:11-12; Gálatas 3:27,29), ha de ser para ellos también. El Nuevo Testamento presenta siempre a los hijos de los creyentes no fuera de la Iglesia, sino en ella, puesto que a ellos se les dirige tanto los privilegios del pacto (1 Corintios 7:14; cf. 1:2) como sus deberes; (Efesios 6:1-3.4; Colosenses 3:21-22).
La consecuencia de que los hijos estén incluidos en el pacto juntamente con sus padres es de una gran importancia para nuestros días. Significa que ellos no están –y, por tanto, no se les tiene que considerar así– como neutrales ante la fe de sus padres. Los hijos tienen el deber de abrazar y seguir ellos mismos personalmente la fe de sus padres (cf. por ejemplo, 2 Crónicas 26:2). Por su parte, los padres tienen el deber de instruir a sus hijos en la Palabra del Señor desde la más temprana edad y de manera continua y perseverante. ““Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa…” (Deuteronomio 6:6-7). Por eso, los padres no podemos aceptar ninguna intromisión por parte de nadie, y particularmente del Estado, que tratara de impedir que les enseñemos en los caminos de la Palabra de Dios, en base a unos supuestos “derechos del niño” y haciendo abstracción de nuestra fe como padres. La suplantación de los padres en este sentido no puede llevar a otra cosa que a la implantación de un estado verdaderamente totalitario. La familia es, pues, el hogar de las verdaderas libertades frente al Estado.
4. La familia: Estructurada según el modelo divino
Como en el resto de las comunidades humanas tal y como han sido establecidas y regladas por Dios, la familia también contiene una estructura de autoridad que no se puede pasar por alto sin transgredir Sus mandamientos de Dios. “No hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste” (Romanos 13:1-2).
Si bien ante los hijos la autoridad en la familia es compartida de manera podríamos decir “colegiada” entre el hombre y la mujer (cf. Proverbios 1:8), la autoridad última en la familia reside en la figura del padre, y ello por causa de la Creación –como lo hemos podido considerar en todo lo anteriormente visto hemos visto (cf. de nuevo, 1 Corintios 11:8-9; 1 Timoteo 2:13)–. No obstante, el Nuevo Testamento no abole sino que refuerza este punto de una manera sorprendente, al establecer explícitamente la autoridad del varón de manera análoga a la de Cristo sobre Su Iglesia: “Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo” (1 Corintios 11:3); “las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor;porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador” (Efesios 5:22-23); “como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor” (1 Pedro 3:6). Esta enseñanza bíblica, que se opone directamente al feminismo actual, no tiene nada que ver –por supuesto– con el ancestral “machismo”, el cual se tiene que rechazar siempre por los cristianos, sino que se trata de una autoridad en el amor y la entrega por la mujer, tal y como Cristo hizo por Su Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Efesios 5:25).
Conclusión: La familia según Dios, proyecto de futuro
Este breve compendio hemos intentado presentar las líneas maestras de la ética bíblica de la familia. La enseñanza de la Palabra de Dios está clara y los cristianos la tenemos que mantener frente a las múltiples presiones de todo tipo que recibimos en la actualidad. Una de las prioridades en la Iglesia hoy día debería ser precisamente esta: la de ser, no sólo oidores, sino hacedores de esta enseñanza. La importancia de la familia ha sido bien comprendida por sus enemigos. Ningún cambio importante en la sociedad ha podido darse sin que previamente se intente moldear la familia en ese sentido. De igual manera, ninguna Reforma bíblica puede darse en nuestros días en la sociedad que no pase por la puesta en valor de la enseñanza de la Biblia sobre la familia. En un mundo de familias totalmente deshechas y desestructuradas, o que adquieren tal nombre pero que en verdad no lo son, las familias cristianas pueden presentar la verdadera alternativa cultural a nuestros días. No es, pues, la hora de adaptar nuestra práctica familiar a la retórica ambiente. Por el contrario, se trata de transformar este mundo por medio de nuestras familias, que siguen fielmente la Palabra de Dios.
Jorge Ruiz Ortiz
[1] Jean Calvin, Commentaire de M. Iean Calvin sur le premier livre de Moyse, dit Genèse, (Ginebra : Iean Gerard, 1554), p. 23
[2] Confesión de Westminster, artículo 24.2.
[3] En el Antiguo Testamento, en no menos de 73 ocasiones aparecen la fecundidad o los hijos como don de Dios. Evidentemente, el desarrollo de este tema merecería otro artículo por separado.
[4] Los otros elementos de esta alianza son: la promesa de la vida eterna (2:9; cf. 3:22,24); la amenaza de la muerte (2:16-17) y las penas por la transgresión (3:16-19, 22-29), la señal del Sabbat (2:3; cf. Ex. 31:17), el nombre de Jehová Elohim, nombre por excelencia del Dios de la Alianza (2:4-3:24; cf. Ex. 2:14-15). La Escritura confirma tal pacto en Edén: Oseas habla de una alianza con Adán (6:7) y Jeremías, de la que se concluyó con la creación (33:20-25; cf. 31:35ss).
n alumno de la Academia me comentaba recientemente la situación del lugar donde vive: una ciudad de Hispanoamérica, de unos 240 mil habitantes, que cuenta con unas ciento ochenta denominaciones evangélicas. El caso puede parecer muy extremo, pero seguramente no lo será tanto. Es bien representativo de lo que ocurre en los países de habla hispana y lo que empieza a ocurrir también en España. ¿Un triunfo de la libertad? Sólo los muy fanáticos considerarán esta situación como una buen a o legítima expresión de la iglesia en el Nuevo Testamento.
Como resultado de esta extrema atomización evangélica, el protestantismo en general, por un lado, nunca se puede presentar como alternativa, siquiera legítima, a la Iglesia católica-romana; como tampoco, por otra parte, puede llamar a la obediencia a la fe a las naciones, ni mucho menos a sus gobernantes, tal como establece las Sagradas Escrituras (Mateo 28:19-20; romanos 1:5; Salmo 2:10-12; 72:1).
La gravedad de esta situación llama a replantearnos por completo los fundamentos que por largo tiempo dábamos por sentado, en todos los órdenes. El hacerlo, precisamente, se llama Reforma. Y si uno de los fundamentos principales sobre el cual se basa el caótico estado evangélico actual se llama individualismo, es decir, una concepción (conforme a la cosmovisión imperante en el mundo) individualista de la vida y por ende de la iglesia, es ahí donde habrá que empezar a aportar el correctivo de la Palabra de Dios, las Sagradas Escrituras. Frente al individualismo imperante en la sociedad, pues, tenemos que comenzar por el principio: recuperando el verdadero sentido de la familia.
Este fin de semana, unas 800 mil personas se han manifestado en París en contra del llamado “matrimonio” homosexual. Este impresionante acto, convenientemente pasado de puntillas por la prensa española, muestra que Francia lo recibe de manera muy distinta cómo, servilmente, lo hizo España. Con todo, de nada servirá manifestaciones como esta si no vamos a recuperar plenamente el verdadero sentido, natural y bíblico, de la familia.
Siempre se ha considerado a la familia como una institución conservadora en la sociedad. Las cosas hoy han cambiado radicalmente: en la actualidad, tal vez no haya entidad más revolucionaria que ella. La cuestión, pues, es si los evangélicos vamos a recibir y aplicar la enseñanza de las Sagradas Escrituras con respecto a la familia, en contra de los dictados del mundo y frente a su oposición.
CULTO DE LA TARDE
Génesis 17:1, «Andar con Dios en el Pacto»
«Me ampararé bajo Tus alas, sí,
Hasta que el quebranto haya pasado»
[Reproducimos la excelente serie de siete artículos del Pastor John Sawtelle[1] acerca de la historia de los Salmos de Ginebra y su papel en las Guerras de Religión de los siglos XVI y XVII en Europa. Pueden consultar el original en inglés aquí. Usado con permiso. Westminster Hoy no necesariamente comparte la totalidad de los puntos de vista del autor, pero recomienda vehementemente su lectura].
El culto reformado, es decir, la adoración regulada conforme a la Sola Escritura (Catecismo de Heidelberg Q 96; artículo Confesión Belga 32), ha fomentado y cultivado una forma única de piedad en la iglesia reformada en el pasado. Se podrían citar muchos ejemplos y testimonios de esta distintiva forma de piedad, pero en esta nueva serie propongo considerar el ETOS MARCIAL producido por el canto de Salmos, que caracterizó al calvinismo militante durante los siglos XVI y XVII. El estudio que usaré para tratar acerca del etos marcial producido por el canto de Salmos en las iglesias reformadas de este período fue realizado y publicado por W. Reid Standford en un artículo titulado, “Los Himnos de Guerra del Señor: El canto de Salmos calvinista del siglo XVI”. El Dr. Reid fue profesor de Historia en la Universidad de Guelph y el estudio presentado en este ensayo en particular se encuentra en un volumen de ensayos publicado en 1970 en Ensayos y Estudios del siglo XVI, editado por C.S. Meyer. En las entradas posteriores que se basarán en este ensayo, me propongo examinar las cinco áreas siguientes:
«En Dios yo Su Palabra alabaré;
En Dios he confiado, no temeré.
¿Cuál es el mal que yo recibiré
Del vano mortal hombre?»
ras unos días en mi tierra natal, Barcelona, hemos podido comprobar que las banderas independentistas izadas en los balcones tras el órdago del 11 de septiembre, lejos de arriarse, se mantienen en alto. Frente a ellas, comienzan en algunos, pocos, balcones a ondear banderas españolas. A lo que se ve, el riesgo de fractura social en Cataluña comienza a ser evidente.
Treinta y cinco años: esto es lo que nos ha costado a todos despertar del sueño y ver de cara a la realidad. Los nacionalistas, al final, sólo quieren la independencia. Se acaba, por tanto, uno de los mitos sobre los cuales se asentó la Transición: la voluntad de consenso y acuerdo infinito. Hay realidades irreductibles y cosas innegociables. La soberanía de un país, por ejemplo.
Durante estos días, también hemos podido ver por televisión al mayor artífice de la Transición, el Rey, andando con muletas y con el rostro inflado de cortisona. Todo parece indicar que estamos ante el inicio de una nueva etapa en la Historia de España.
Sea ella la que traiga la Reforma a nuestro país.