CULTO DE LA MAÑANA (MIRANDA)
Romanos 14:5-8, “Vivir y morir para el Señor”
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CULTO DE LA TARDE (BILBAO)
2 Corintios 6:14-18, “Separados para Dios”
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“Igualmente, que no nos quiebren la cabeza con su purgatorio, el cual mediante esta hacha queda hecho astillas y derribado desde sus mismos cimientos. Porque yo no apruebo la opinión de algunos, a quienes les parece que se debería hacer la vista gorda respecto al purgatorio, y no hacer mención de él; de lo cual, según dicen, surgen grandes debates, y se saca poco provecho y edificación. Por mi parte, seria del parecer que no se hiciese caso de tales vanidades, siempre que ellas no arrastrasen en pos de si una larga secuela de problemas de gran importancia. Mas dado que el purgatorio está edificado sobre numerosas blasfemias, y cada día se apoya en otras nuevas, dando origen a muy graves escándalos, creo que no se debe pasar por alto [… ]
Hay, pues, que gritar cuanto pudiéremos, y afirmar que el purgatorio es una perniciosa invención de Satanás, que deja sin valor alguno la cruz de Cristo, y que infiere una gravísima afrenta a la misericordia de Dios, disipa y destruye nuestra fe. Porque, ¿qué otra cosa es su purgatorio, sino una pena que sufren las almas de los difuntos en satisfacción de sus pecados? De tal manera, que si se prescinde de la fantasía de la satisfacción, al punto su purgatorio se viene abajo. Y si por lo poco que hemos dicho se ve claramente que la sangre de Jesucristo es la satisfacción por los pecados de los fieles, y su expiación y purificación, ¿qué queda, sino que el purgatorio es simplemente una horrenda blasfemia contra Dios?
No trato aquí de los sacrilegios con que cada día es defendido; ni hago mención de los escándalos que causa en la religión, ni de una infinidad de cosas que han manado de esta fuente de impiedad […]
Objetarán nuestros adversarios que esto ha sido opinión antiquísima en la Iglesia. Pero san Pablo soluciona esta objeción, cuando comprende aun a los de su tiempo en la sentencia en que afirma que todos aquellos que hubieren añadido algo al edificio de la Iglesia, y que no esté en consonancia con su fundamento, habrán trabajado en vano y perderán el fruto de su trabajo.
Por tanto, cuando nuestros adversarios objetan que la costumbre de orar por los difuntos fue admitida en la Iglesia hace mas de mil trescientos años, yo por mi parte les pregunto en virtud de qué palabra de Dios, de qué revelación, y conforme a qué ejemplo se ha hecho esto. Porque no solamente no disponen de testimonio alguno de la Escritura, sino que todos los ejemplos de los fieles que se leen en ella, no permiten sospechar nada semejante. La Escritura refiere muchas veces por extenso cómo los fieles han llorado la muerte de los amigos y parientes, y el cuidado que pusieron en darles sepultura; pero de que hayan orado por ellos no se hace mención alguna. Y evidentemente, siendo esto de mucha mayor importancia que llorarlos y darles sepultura, tanto más se debería esperar que lo mencionara. E incluso, los antiguos que rezaban por los difuntos, veían perfectamente que no existía mandamiento alguno de Dios respecto a ello, ni ejemplo legítimo en que apoyarse.
¿Por qué, pues, se preguntará, se atrevieron a hacer tal cosa? A esto respondo que obrando así demostraron que eran hombres; y que por ello no se debe imitar lo que ellos hicieron. Porque, como quiera que los fieles no deben emprender nada sino con certidumbre de conciencia, como dice san Pablo (Rom. 14:23), esta certidumbre se requiere principalmente en la oración”.
Institución de la religión cristiana III.V.6 y 10 (p. 515-520).
“Si fueren destruidos los fundamentos, ¿qué ha de hacer el justo?” (Salmo 11:3)
Cielos y tierra son testigos. El 30 de junio de 2005, al aprobar el Congreso de Diputados la ley que permite el matrimonio homosexual, el Presidente del Gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, se destapó diciendo que, con esta medida, España será más “decente”. No hubo derecho a réplica.
La aprobación del matrimonio homosexual era cosa anunciada desde hacía meses. Lo que no era previsible son las formas como ésta se hizo. Seguir leyendo
El 30 de junio de 2005, hace exactamente siete años, Zapatero hacía aprobar en el Congreso la ley que permitía el “matrimonio” homosexual al grito de “ahora España será un país más decente”.
Han pasado ya siete años desde entonces. Durante este tiempo, y hasta el primer semestre de 2011, según datos del Instituto Nacional de Estadística, se han hecho en España 21.439 “matrimonios” entre personas del mismo sexo. Equiparables en todo punto a los matrimonios verdaderos, incluso en la adopción de hijos.
Si se suma a esto los más de 700 mil divorcios habidos en España durante este mismo periodo, como resultado directo del “divorcio exprés” de Zapatero, se puede comprender fácilmente la tremenda confusión y crisis en la que ha entrado el matrimonio y la familia en España.
La implacable máquina propagandística del gobierno (medios de comunicación, escuela, financiación pública de organizaciones y actividades de colectivos pro-homosexuales) también ha hecho su trabajo de manera intensiva. El resultado, que era absolutamente predecible, es que, a día de hoy, la mayoría de los españoles ve con buenos ojos o es abiertamente partidario del “matrimonio” entre homosexuales.
El 30 de junio del 2005 conducía mi coche, escuchando por la radio la voz, lejana pero triunfante, de Zapatero en su discurso en el Congreso. Tras unas circunstancias un poco especiales, la noche de antes no había conseguido pegar ojo. Tal vez en parte por ello, el efecto que produjeron en mí fue de lo más particular.
Ese día era un jueves. El lunes siguiente me puse a escribir un artículo acerca de la nueva ley del “matrimonio” homosexual, artículo que sería publicado en la revista “Nueva Reforma” a finales de ese año.
Aquí viene el artículo en cuestión.
Exactamente hace siete años, el 29 de junio de 2005, el Congreso español aprobaba una de las dos leyes estelares con las que se presentaba el Gobierno Zapatero a la Historia: la conocida como ley del Divorcio exprés.
Los datos hablan por sí solos. Estos son los divorcios que hubo en España en el periodo 2000-2004 (los datos han sido obtenidos en la página web del Instituto Nacional de Estadística):
Año 2000: 37.743 divorcios
» 2001: 39.242 «
» 2002: 41.621 «
» 2003: 45.448 «
» 2004: 50.974 «
TOTAL : 235.028 «
Bien. Compárese esto con lo sucedido entre el 2005 y el 2010:
Año 2005: 72.848 divorcios ( la ley entró en vigor en julio)
» 2006: 128.952 «
» 2007: 125.777 «
» 2008: 110.036 «
» 2009: 98.359 «
» 2010: 102.933 «
TOTAL: 638.912 «
Por tanto, los divorcios en España, como consecuencia de dicha ley, casi se han multiplicado por tres. En un contexto de euforia económica, completamente artificial e ilusoria, como era la que había en España durante toda la pasada década. el gobierno de turno, el gobierno de Zapatero, con su discurso y con sus leyes, promovió la ruptura matrimonial: la banalizó y la puso aún más al orden del día. Y las sociedades son tremendamente receptivas al discurso de sus gobernantes.
Ahora estamos en una profundísima crisis económica. Aun sin ella, gracias al euro, los ciudadanos de España nos hemos empobrecido un 20 % en diez años. Se puede sumar a esto, los más de cinco millones de parados, o las casi 60.000 familias que perdieron sus hogares en 2011.
Entonces, se comprenderá perfectamente los terribles efectos que la maldita ley del divorcio puede tener y tiene en esta situación.
El resultado de todo esto: más desesperación y muerte. La desesperación no sólo está detrás de muchos casos de violencia doméstica. También hay que hablar de los suicidios, normalmente de los hombres. Algo que, normalmente, no saldrá en los diarios.
Esto es lo que ocurre cuando la impiedad reina en un país.
“De la doctrina de la satisfacción han surgido las indulgencias. Porque proclaman por todas partes, que la facultad que a nosotros nos falta para satisfacer se suple con las indulgencias; y llegan a tal grado de insensatez, que afirman que son una dispensación de los méritos de Cristo y de los mártires; que el Papa otorga en las bulas […]
Sin embargo todo esto, a decir verdad, no es más que una profanación de la sangre de Cristo, una falsedad de Satanás para apartar al pueblo cristiano de la grada de Dios y de la vida que hay en Cristo, y separado del recto camino de la salvación. Porque, ¿qué manera más vil de profanar la sangre de Cristo, que afirmar que no es suficiente para perdonar los pecados, para reconciliar y satisfacer, si no se suple por otra parte lo que a ella le falta? «De éste (Cristo) dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados en su nombre», dice san Pedro (Hch.10 :43); en cambio, las indulgencias otorgan el perdón de los pecados por san Pedro, por san Pablo y por los mártires. «La sangre de Jesucristo», dice Juan, «nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1:7); las indulgencias convierten la sangre de los mártires en purificación de pecados. Cristo, dice san Pablo, “que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21); las indulgencias ponen la satisfacción de los pecados en la sangre de los mártires. San Pablo clara y terminantemente enseñaba a los corintios que sólo Jesucristo fue crucificado y murió por ellos (1 Cor. 1: 13); las indulgencias afirman que san Pablo y tos demás han muerto por nosotros. Y en otro lugar se dice que Cristo adquirió a la Iglesia con su propia sangre (Hch. 20:28); las indulgencias señalan otro precio para adquirirla, a saber: la sangre de los mártires. “Con una sola ofrenda”, dice el Apóstol, “hizo (Cristo) perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14); las indulgencias le contradicen, afirmando que la santificación de Cristo, que por sí sola no bastaría, encuentra su complemento en la sangre de los mártires. San Juan dice que todos los santos “han lavado sus ropas en la sangre del Cordero” (Ap. 7: 14); las indulgencias nos enseñan a lavar las túnicas en la sangre de los mártires […]
¡Cuán perversamente pervierten el texto de san Pablo en que dice que suple en su cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo [Col. 1:24]! Porque él no se refiere al defecto ni al suplemento de la obra de la redención, ni de la satisfacción, ni de la expiación; sino que se refiere a los sufrimientos con los que conviene que los miembros de Cristo, que son todos los fieles, sean ejercitados mientras se encuentran viviendo en la corrupción de la carne. Afirma, pues, el Apóstol, que falta esto a los sufrimientos de Cristo, que habiendo Él una vez padecido en sí mismo, sufre cada día en sus miembros. Porque Cristo tiene a bien hacernos el honor de reputar como suyos nuestros sufrimientos. Y cuando Pablo añade que sufría por la Iglesia, no lo entiende como redención, reconciliación o satisfacción por la Iglesia, sino para su edificación y crecimiento. Como lo dice en otro Jugar: que sufre todo por los elegidos, para que alcancen la salvación que hay en Jesucristo (2 Tim. 2: 10). Y a los corintios Les escribía que sufría todas las tribulaciones que padecía por el consuelo y la salvación de ellos (2 Cor. 1:6). Y a continuación añade que había sido constituido ministro de la Iglesia, no para hacer la redención, sino para predicar el Evangelio, conforme a la dispensación que le había sido encomendada […]
Mas no pensemos que san Pablo se ha imaginado nunca que le ha faltado algo a los sufrimientos de Cristo en cuanto se refiere a perfecta justicia, salvación o vida; o que haya querido añadir algo, él que tan espléndida y admirablemente predica que la abundancia de la gracia de Cristo se ha derramado con tanta liberalidad, que sobrepuja toda la potencia del pecado (Rom. 5: 15). Gracias únicamente a ella, se han salvado todos los santos; no por el mérito de sus vidas ni de su muerte, como claramente lo afirma san Pedro (Hch. 15: 11); de suerte que cualquiera que haga consistir la dignidad de algún santo en algo que no sea la sola misericordia de Dios comete una gravísima afrenta contra Dios y contra Cristo”.
Institución de la religión cristiana III.V.1-4 (p. 510-514).
“Es preciso que los fieles echen mano de tales consideraciones en medio de la amargura de sus aflicciones. “Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios”, en la cual su nombre ha sido invocado (1 Pe. 4:17; Jer. 25:29). ¿Qué harían los hijos de Dios, si creyesen que la severidad con que son tratados es una venganza de Dios? Porque quien al sentirse herido considera a Dios como a Juez que lo castiga, no puede imaginarlo sino airado y como enemigo suyo; no puede por menos que detestar el azote de Dios como maldición y condenación. Finalmente, el que piense que la voluntad de Dios respecto a él es seguir afligiéndolo, jamás podrá convencerse de que Dios lo ama.
Por el contrario, el que comprende que Dios se enoja contra sus vicios y que es propicio y misericordioso con él, saca provecho de los castigos de Dios. De otra manera sucedería aquello de que se queja el Profeta por haberlo experimentado: “Sobre mi han pasado tus iras, y me oprimen tus terrores” (Sal. 88: 16). E igualmente lo que afirma Moisés: “Porque con tu furor somos consumidos, y con tu ira somos turbados. Pusiste nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz de tu rostro. Porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; acabamos nuestros años como un pensamiento” (Sal. 90:7-9). Por el contrario, David, hablando de los castigos paternos, para mostrar que los fieles más bien son ayudados con ellos que oprimidos, dice: “Bienaventurado el hombre a quien tú, Jah, corriges, y en tu ley lo instruyes, para hacerle descansar en los días de aflicción, en tanto que para el impío se cava el hoyo” (Sal. 94: 12-13). Evidentemente es una tentación muy dura el que Dios perdone a los incrédulos y disimule sus abominaciones, y se muestre más severo con sus fieles. Y por eso, para consolarlos, añade el aviso y la instrucción de la Ley, de la cual han de aprender que Dios, cuando los hace volver al buen camino se preocupa de su salvación, y que entretanto los impíos se precipitan en sus errores para dar consigo en el abismo de la perdición.
Y no importa que la pena sea temporal o eterna. Porque las guerras, hambres, pestes y enfermedades son maldiciones de Dios, igual que el juicio mismo de la muerte eterna, cuando el Señor las envía para que sean instrumentos de la ira y la venganza divinas contra los impíos”.
Institución de la religión cristiana III.IV.34 (p. 505-506).
“Por el término “juicio” hemos de entender todo género de castigos en general. De este juicio hay que establecer dos especies: a una la llamaremos juicio de venganza; y a la otra, juicio de corrección. Con el juicio de venganza el Señor castiga a sus enemigos de tal manera que muestra su cólera hacia ellos para confundirlos, destruirlos y convertirlos en nada. Hay, pues, propiamente venganza de Dios, cuando el castigo va acompañado de su indignación.
Con el juicio de corrección no castiga hasta llegar a la cólera, ni se venga para confundir o destruir totalmente. Por lo tanto, este juicio propiamente no se debe llamar castigo ni venganza, sino corrección o admonición. El uno es propio de Juez; el otro de Padre. Porque el juez, cuando castiga a un malhechor, castiga la falta misma cometida; en cambio un padre, cuando corrige a su hijo con cierta severidad, no pretende con ello vengarse o castigarlo, sino más bien enseñarle y hacer que en lo porvenir sea más prudente […]
Esta diferencia se pone de relieve a cada paso en la Palabra de Dios. Porque todas las aflicciones que experimentan los impíos en este mundo son como la puerta y entrada al infierno, desde donde pueden contemplar como de lejos su eterna condenación. Y tan lejos están de enmendarse con ello o sacar algún provecho de ello, que más bien esto les sirve a modo de ensayo de aquella horrible pena del infierno que les está preparada y en la que finalmente terminarán.
Por el contrario, el Señor castiga a los suyos, pero no los entrega a la muerte. Por esto al verse afligidos con el azote de Dios reconocen que esto les sirve de grandísimo bien para su mayor provecho (Job 5:17 y ss.; Prov. 3:11-12; Heb. 12:5-11; Sal. 118:18; 119:71). Lo mismo que leemos en las vidas de los santos que siempre han sufrido tales castigos pacientemente y con ánimo sereno, también vemos que han sentido gran horror de las clases de castigos de que hemos hablado, en los que Dios da muestra de su enojo. “Castígame, oh Jehová”, dice Jeremías, “mas con juicio (para enmendarme); no con tu furor, para que no me aniquiles; derrama tu enojo sobre los pueblos que no te conocen y sobre las naciones que no invocan tu nombre” (Jer. 10:24-25). Y David: “Jehová, no me reprendas en tu enojo, ni me castigues con tu ira” (Sal.6: 1) […]
[C]uanto más teme uno al Señor, más le honra y se aplica a servirle, y tanto más costoso se le hace soportar su enojo. Porque aunque los réprobos gimen cuando Dios los castiga, sin embargo, como no consideran la causa, sino que vuelven la espalda a sus pecados y al juicio de Dios, no hacen más que endurecerse; o bien, porque braman y se revuelven, y hasta se amotinan contra su Juez, este desatinado furor los entontece más y los lleva a mayores desatinos. En cambio los fieles, al sentirse amonestados con el castigo de Dios, al momento se ponen a considerar sus pecados, y fuera de si por el temor, humildemente suplican al Señor que se los perdone. Si el Señor no mitigase estos dolores con que las pobres almas son atormentadas, cien veces desmayarían, aun cuando el Señor no diese más que un pequeño signo de su ira”.
Institución de la religión cristiana III.III.31 y 32 (p. 501-504).
“Ellos se acogen a una vana distinción. Dicen que hay dos clases de pecados: unos veniales, y otros mortales. Añaden que por los pecados mortales hay que ofrecer una gran satisfacción; pero que los veniales se perdonan con cosas mucho más fáciles; por ejemplo, rezando el Padrenuestro, tomando agua bendita, con la absolución de la misa. ¡He aquí cómo juegan con Dios y se burlan de Él! Pero aunque siempre están hablando de pecados mortales y veniales, aún no han podido diferenciar el uno del otro, sino que convierten la impiedad y hediondez del corazón — que es el más horrible pecado delante de Dios — en un pecado venial.
Nosotros, por el contrario, según nos lo enseña la Escritura — que es la norma del bien y del mal — afirmamos que “la paga del pecado es la muerte” (Rom. 6:23), y que el alma que pecare es digna de muerte (Ez. 18:20). Por lo demás sostenemos que los pecados de los fieles son veniales; no que no merezcan la muerte, sino porque por la misericordia de Dios no hay condenación alguna para los que están en Cristo, porque sus pecados no les son imputados, pues al ser perdonados son destruidos.
Sé muy bien cuán inicuamente calumnian nuestra doctrina, diciendo que es la paradoja de los estoicos, que hacían iguales todos los pecados. Pero serán refutados con sus mismas palabras. Yo les pregunto, si entre los pecados que ellos admiten como mortales reconocen que unos son mayores que otros, unos más enormes que otros. Luego no se sigue que todos sean iguales por el hecho de ser todos mortales. Como quiera que la Escritura determina que “la paga del pecado es la muerte”, y que si la obediencia de la Ley es el camino de la vida, su trasgresión es la muerte, no pueden escapar de esta sentencia. ¿Qué salida encontrarán para satisfacer tal multitud de pecados? Si la satisfacción de un pecado puede realizarse en un día, ¿que harán, puesto que mientras están ocupados en esta satisfacción se encenagan en muchos más pecados, ya que no pasa día en que aun los más santos no pequen alguna vez? Y cuando quisieran satisfacer por muchos habrían cometido muchos más, llegando de esta manera a un abismo sin fin. ¡Y hablo de los más justos! He aquí cómo se desvanece la esperanza de la satisfacción. ¿En qué piensan entonces, o qué esperan? ¿Cómo se atreven aún a confiar que puedan satisfacer?”
Institución de la religión cristiana III.III.28 (p. 498).