“Así vemos que hemos de comenzar por la muerte de Cristo, para gozar de la eficacia y provecho de su sacerdocio; y de ahí se sigue que es nuestro intercesor para siempre, y que por su intercesión y súplicas alcanzamos favor y gracia ante el Padre. Y de ello surge, además de la confianza para invocar a Dios, la seguridad y tranquilidad de nuestras conciencias, puesto que Dios nos llama a Él de un modo tan humano, y nos asegura que cuanto es ordenado por el Mediador le agrada.
Bajo la Ley Dios había mandado que se le ofreciesen sacrificios de animales; pero con Cristo el procedimiento es diverso, y consiste en que Él mismo sea sacerdote y víctima, puesto que no era posible hallar otra satisfacción adecuada por los pecados, ni se podía tampoco encontrar un hombre digno para ofrecer a Dios su Unigénito Hijo.
Cristo tiene además el nombre de sacerdote, no solamente para hacer que el Padre nos sea favorable y propicio, en cuanto que con su propia muerte nos ha reconciliado con Él para siempre, sino también Para hacernos compañeros y partícipes con Él de tan grande honor. Porque aunque por nosotros mismos estamos manchados, empero, siendo sacerdotes en él (Ap. 1: 6), nos ofrecemos a nosotros mismos y todo cuanto tenemos a Dios, y libremente entramos en el Santuario celestial, para que los sacrificios de oraciones y alabanza que le tributamos sean de buen olor y aceptables ante el acatamiento divino. Y lo que dice Cristo, que Él se santifica a sí mismo por nosotros (Jn. 17:19), alcanza también a esto; porque estando bañados en su santidad, en cuanto que nos ha consagrado a Dios su Padre, bien que por otra parte seamos infectos y malolientes, sin embargo le agradamos como puros y limpios, e incluso como santos y sagrados”.
Institución de la religión cristiana II.XV.6 (p. 373-374).
Deja un comentario