Mes: enero 2012
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“Y por esto es necesario usar la misma prueba para confirmar la divinidad del Espíritu Santo.
El testimonio de Moisés en la historia de la creación no es oscuro; dice: «El Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (Gn. 1:2). Pues quiere decir que no solamente la hermosura del mundo, cual la vemos al presente, tiene su ser por la virtud del Espíritu Santo, sino que ya antes de que tuviese esta forma, el Espíritu Santo había obrado para conservar aquella masa confusa e informe. Asimismo lo que dice Isaías tampoco admite subterfugios: «Y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu» (Is. 48:16). Pues por estas palabras atribuye al Espíritu Santo la misma suprema autoridad de enviar a los profetas, lo cual sólo compete a Dios. Por donde se ve claramente que el Espíritu Santo es Dios.
Pero la prueba mejor, según he dicho, se toma de la experiencia común; porque lo que la Escritura le atribuye y lo que nosotros mismos experimentamos acerca de Él, de ningún modo puede pertenecer a criatura alguna. Pues Él es el que extendiéndose por todas partes, sustenta, da fuerza y vivifica todo cuanto hay, tanto en el cielo como en la tierra. Asimismo excede a todas las criaturas en que a su potencia no se le señala término ni límite alguno, sino que el infundir su fuerza y su vigor en todas las cosas, darles el ser, que vivan y se muevan, todo esto evidentemente es cosa divina. Además de esto, si la regeneración espiritual que nos hace partícipes de una vida eterna es mucho mejor y más excelente que la presente vida, ¿qué hemos de pensar de Aquel por cuya virtud somos regenerados? Y que Él sea el autor de esta regeneración, y no por potencia prestada, sino propia, la Escritura lo atestigua en muchísimos lugares; y no solamente de esta regeneración, sino también de la inmortalidad que alcanzaremos. Finalmente, todos los oficios propios de la divinidad le son también atribuidos al Espíritu Santo, como al Hijo. Porque también Él escudriña los secretos de Dios (1 Cor. 2: 10), no tiene consejero entre todas las criaturas (1 Cor. 2:16), da sabiduría y el don de hablar (I Cor. 12: 10), aunque el Señor dice a Moisés que hacer esto no conviene a otro más que a Él sólo (Éx. 4: 1 l). De esta manera por el Espíritu Santo venimos a participar de Dios, sintiendo su virtud que nos vivifica. Nuestra justificación obra suya es; de Él procede la potencia, la santificación, la verdad, la gracia y cuantos bienes es posible imaginar; porque uno solo es el Espíritu de quien fluye hacia nosotros toda la diversidad de dones. Pues es muy digna de notarse aquella sentencia de san Pablo: Aunque los dones sean diversos, y sean distribuidos diversamente, con todo uno solo y mismo es el Espíritu (1 Cor. 12: 11 y sig.). El Apóstol no solamente lo reconoce como principio y origen, sino también como autor, lo cual expone más claramente un poco más abajo, diciendo: Un solo y mismo Espíritu distribuye todas las cosas según quiere. Si Él no fuese una subsistencia que residiera en Dios, san Pablo nunca lo constituiría como juez para disponer de todas las cosas a su voluntad. Así que el Apóstol evidentemente adorna al Espíritu Santo con la potencia divina y afirma que es una hipóstasis de la esencia de Dios”.
Institución de la religión cristiana, I.XIII.14(vol. 1, pag. 79-80).
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“Como todos sin contradicción alguna deben tener por cierto que Jesucristo es aquel mismo Verbo revestido de carne, los mismos testimonios que confirman la divinidad de Jesucristo tienen mucho peso para nuestro actual propósito.
Cuando en el Salmo 45:6 se dice: «Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre», los judíos lo tergiversan diciendo que el nombre de «Elohim», que usa en este lugar el Profeta, se refiere también a los ángeles y a los hombres constituidos en autoridad. Pero yo respondo que en toda la Escritura no hay lugar semejante en el que el Espíritu Santo erija un trono perpetuo a criatura alguna. Ni tampoco aquel de quien se habla es llamado simplemente Dios, sino además Dominador eterno. Asimismo a nadie más que a Dios se da este titulo de «Elohim» sin adición alguna; como por ejemplo se llama a Moisés el dios del Faraón (Éx. 7: l). Otros interpretan: tu trono es de Dios; interpretación sin valor alguno. Convengo en que muchas veces se llama divino a lo que es excelente, pero por (el contexto se ve claramente que tal interpretación sería muy dura y forzada y que no puede convenir a ello en manera alguna.
Pero aunque no se pueda vencer la obstinación de tales gentes, lo que Isaías testifica de Jesucristo: que es Dios y que tiene suma potencia (Is.9:6), lo cual no pertenece más que a Dios, está bien claro. También aquí objetan los judíos y leen esta sentencia de esta manera: éste es el nombre con que lo llamará el Dios fuerte, el Padre del siglo futuro, etc. Y así quitan a Jesucristo todo lo que en esta sentencia se dice de Él, y no le atribuyen más que el título de Príncipe de paz. Pero, ¿por qué razón se habrían de acumular en este lugar tantos títulos y epítetos del Padre, puesto que el intento del profeta es adornar a Jesucristo con títulos ilustres, capaces de fundamentar nuestra fe en Él? No hay, pues, duda de que es llamado aquí Dios fuerte por la misma razón por la que poco antes fue llamado Emmanuel.
Pero no es posible hallar lugar más claro que el de Jeremías cuando dice que «éste será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra» (Jer. 23: 6). Porque, como quiera que los mismos judíos afirman espontáneamente que los demás nombres de Dios no son más que epítetos, y que sólo el nombre de Jehová, al que ellos llaman inefable, es sustantivo que significa la esencia de Dios, de ahí concluyo que el Hijo es el Dios único y eterno, que afirma en otro lugar que no dará su gloria a otro (ls.42:8). Los judíos buscan también aquí una escapatoria, diciendo que Moisés puso este mismo nombre al altar que edificó, y que Ezequiel llamó así a la nueva Jerusalem. Pero, ¿quién no ve que aquel altar fue erigido como recuerdo de que Dios había exaltado a Moisés, y que Jerusalem es llamada con el nombre mismo de Dios sencillamente porque en ella residía Él? Porque el profeta se expresa así: «Y el nombre de la ciudad desde aquel día será Jehová-sarna»1 (Ez.48:35). Y Moisés dice: «Edificó un altar, y llamó su nombre, Jehová-nisi» (Éx. 17:15).
Pero mayor aún es la disputa con los judíos respecto a otro lugar de Jeremías, en el cual se da este mismo título a Jerusalem: «Y se le llamará: Jehová, justicia nuestra- (Jer.33:16). Pero está tan lejos este testimonio de oscurecer la verdad que aquí mantenemos, que antes al contrario ayuda a confirmarla. Porque habiendo dicho antes Jeremías que Cristo es el verdadero Jehová del cual procede la justicia, ahora dice que la Iglesia sentirá con tanta certeza que es así, que ella misma se podrá gloriar con este mismo nombre”.
Institución de la religión cristiana, I.XIII.9 (vol. 1, pag. 73-74).
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“ Mas, dejando a un lado la controversia sobre meras palabras, comenzaré a tratar el meollo mismo de la cuestión.
Así pues, por «persona» entiendo una subsistencia en la esencia de Dios, la cual, comparada a con las otras, se distingue por una propiedad incomunicable. Por «subsistencia» entiendo algo distinto de «esencia». Porque si el Verbo fuese simplemente Dios, san Juan se hubiese expresado mal al decir que estuvo siempre con Dios (Jn. 1, 1). Cuando luego dice que El mismo es Dios, entiende esto de la esencia única. Pero como quiera que el Verbo no pudo estar en Dios sin que residiese en el Padre, de aquí se deduce la subsistencia de que hablamos, la cual, aunque esté ligada indisolublemente con la esencia y de ninguna manera se pueda separar de ella, sin embargo tiene una nota especial por la que se diferencia de la misma.
Y digo también que cada una de estas tres subsistencias, comparada con las otras, se distingue de ellas con una distinción de propiedad. Ahora bien, aquí hay que subrayar expresamente la palabra «relacionar» o «comparar», porque al hacer simple mención de Dios, y sin determinar nada especial, lo mismo conviene al Hijo, y al Espíritu Santo que al Padre; pero cuando se compara al Padre con el Hijo, cada uno se diferencia del otro por su propiedad.
En tercer lugar, todo lo que es propio de cada uno de ellos es algo que no se puede comunicar a los demás; pues nada de lo que se atribuye al Padre como nota específica suya puede pertenecer al Hijo, ni serle atribuido. Y no me desagrada la definición de Tertuliano con tal de que se entienda bien: que la Trinidad de Personas es una disposición en Dios o un orden que no cambia nada en la unidad de la esencial”.
Institución de la religión cristiana, I.XIII.6 (vol. 1, pag. 71).
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“Pero aún podemos encontrar en la Escritura otra nota particular con la cual mejor conocerlo y diferenciarlo de los ídolos. Pues al mismo tiempo que se nos presenta como un solo Dios, se ofrece a nuestra contemplación en tres Personas distintas; y si no nos fijamos bien en ellas, no tendremos en nuestro entendimiento más que un vano nombre de Dios, que de nada sirve.
Pero, a fin de que nadie sueñe con un Dios de tres cabezas, ni piense que la esencia divina se divide en las tres Personas, será menester buscar una definición breve y fácil, que nos desenrede todo error. Mas como algunos aborrecen el nombre de Persona, como si fuera cosa inventada por los hombres, será necesario ver primero la razón que tienen para ello.
El Apóstol, llamando al Hijo de Dios «la imagen misma de su sustancia» (del Padre) (Heb. 1: 3), sin duda atribuye al Padre alguna subsistencia en la cual difiera del Hijo. Porque tomar el vocablo como si significase esencia, como hicieron algunos intérpretes – como si Cristo representase en sí la sustancia del Padre, al modo de la cera en la que se imprime el sello -, esto no sólo sería cosa dura, sino también absurda. Porque siendo la esencia divina simple e individua, incapaz de división alguna, el que la tuviere toda en sí y no por partes ni comunicación, sino total y enteramente, este tal sería llamado «carácter» e «imagen» del otro impropiamente. Pero como el Padre, aunque sea distinto del Hijo por su propiedad, se representó del todo en éste, con toda razón se dice que ha manifestado en él su hipóstasis; con lo cual está completamente de acuerdo lo que luego sigue: que Él es el resplandor de su gloria. Ciertamente, de las palabras del Apóstol se deduce que hay una hipóstasis propia y que pertenece al Padre, la cual, sin embargo, resplandece en el Hijo; de donde fácilmente se concluye también la hipóstasis del Hijo, que le distingue del Padre.
Lo mismo hay que decir del Espíritu Santo, el cual luego probaremos que es Dios; y, sin embargo, es necesario que lo tengamos como hipóstasis diferente del Padre.
Pero esta distinción no se refiere a la esencia, dividir la cual o decir que es más de una es una blasfemia. Por tanto, si damos crédito a las palabras del Apóstol, síguese que en un solo Dios hay tres hipóstasis. Y como quiera que los doctores latinos han querido decir lo mismo con este nombre de «Persona», será de hombres fastidiosos y aun contumaces querer disputar sobre una cosa clara y evidente.
Si quisiéramos traducir al pie de la letra lo que la palabra significa diríamos «subsistencia», lo cual muchos lo han confundido con «sustancia», como si fuera la misma cosa. Pero, además, no solamente los latinos usaron la palabra «persona», sino que también los griegos – quizá para probar que estaban en esto de acuerdo con los latinos – dijeron que hay en Dios tres Personas. Pero sea lo que sea respecto a la palabra, lo cierto es que todos querían decir una misma cosa”.
Institución de la religión cristiana, I.XIII.2 (vol. 1, pag. 67).
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“Siempre que la Escritura afirma que no hay más que un solo Dios, no intenta disputar por un mero nombre, sino que nos manda sencillamente que no atribuyamos ninguna cosa de las que pertenecen a Dios a otro ser distinto de Él; por donde se ve claramente la diferencia que existe entre la verdadera y pura religión y la superstición. La palabra griega «Eusebia” no quiere decir más que servicio o culto bien ordenado; en lo cual se ve que aun los mismos ciegos que andaban a tientas siempre creyeron que debla de existir cierta regla para que Dios fuese servido y honrado como debla.
En cuanto a la palabra «religión», aunque Cicerón la deduce muy bien del verbo latino «relego», que quiere decir volver a leer, sin embargo la razón que él da es forzada y tomada muy de lejos; a saber, que los que sirven a Dios releen y meditan diligentemente lo que deben hacer para servirle’. Pero yo estimo más bien que la palabra «religión» se opone a la excesiva licencia; porque la mayor parte del mundo temerariamente y sin consideración alguna hace cuanto se le ocurre, y aun para hacerlo va de un lado a otro; en cambio, la piedad y la religión, para asegurarse bien, se mantiene recogida dentro de ciertos límites. E igualmente me parece que la superstición se denomina así, porque no contentándose con lo que Dios ha ordenado, ella aumenta y hace un montón de cosas vanas. Pero dejando aparte las palabras, notemos que en todo tiempo hubo común acuerdo en que la religión se corrompe y pervierte siempre que se mezclan con ella errores y falsedades. De donde concluimos que todo cuanto nosotros intentamos con celo desconsiderado, no vale para nada, y que el pretexto de los supersticiosos es vano. Y aunque todo el mundo dice que ello es al, sin embargo por otra parte vemos una gran ignorancia; y es que los hombres no se contentan con un solo Dios ni se preocupan grandemente de saber cómo le han de servir, según hemos ya demostrado.
Mas Dios, para mantener su derecho, declara que es celoso y que, si lo mezclan con otros dioses, ciertamente se vengará. Y luego manifiesta en qué consiste su verdadero servicio, a fin de cerrar la boca a los hombres y sujetarlos. Ambas cosas determina en su Ley, cuando en primer lugar ordena que los fieles se sometan a Él teniéndolo por único Legislador; luego dando reglas para que le sirvan conforme a su voluntad”.
Institución de la religión cristiana, I.XII.1 (vol. 1, pag. 63).
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“Primeramente recordemos, si tiene alguna autoridad para nosotros la Iglesia antigua, que por espacio de quinientos años más o menos, cuando la religión cristiana florecía mucho más que ahora y la doctrina era más pura, los templos cristianos estuvieron exentos de tales impurezas. Y solamente las comenzaron a poner como ornato de los templos, cuando los ministros comenzaron a degenerar, no enseñando al pueblo como debían. No discutiré cuáles fueron las causas que movieron a ello a los primeros autores de esta invención; pero si comparamos una época con la otra, veremos que esos inventores quedaron muy por debajo de la integridad de los que no tuvieron imágenes. ¿Cómo es posible que aquellos bienaventurados Padres antiguos consintieran que la Iglesia careciese durante tanto tiempo de una cosa que ellos creían útil y provechosa? Precisamente, al contrario, porque veían que en ella no había provecho alguno, o muy poco, y sí daño y peligro notables, la rechazaron prudente y juiciosamente, y no por descuido o negligencia. Lo cual con palabras bien claras lo atestigua san Agustín, diciendo: «Cuando las imágenes son colocadas en lugares altos y eminentes para que las vean los que rezan, y ofrezcan sacrificios, impulsan el corazón de los débiles a que por su semejanza piensen que tienen vida y alma». Y en otro lugar: «La figura con miembros humanos que se ve en los ídolos fuerza al entendimiento a imaginar que un cuerpo, mientras más fuere semejante al suyo, más sentirá». Y un poco más abajo: «Las imágenes sirven más para doblegar las pobres almas, por tener boca, ojos, orejas y pies, que para corregirla, por no hablar, ni ver, ni oír, ni andar».”
Institución de la religión cristiana, I.XI.13 (vol. 1, pag. 60).
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“El entendimiento humano, como está lleno de soberbia y temeridad, se atreve a imaginar a Dios conforme a su capacidad; pero como es torpe y lleno de ignorancia, en lugar de Dios concibe vanidad y puros fantasmas. Pero a estos males se añade otro nuevo, y es que el hombre procura manifestar exteriormente los desvaríos que se imagina como Dios, y así el entendimiento humano engendra los ídolos y la mano los forma. Ésta es la fuente de la idolatría, a saber: que los hombres no creen en absoluto que Dios está cerca de ellos si no sienten su presencia físicamente, y ello se ve claramente por el ejemplo del pueblo de Israel: «Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés… no sabemos qué le haya acontecido» (Éx. 32:1). Bien sabían que era Dios Aquel cuya presencia habían experimentado con tantos milagros; pero no creían que estuviese cerca de ellos, si no veían alguna figura corporal del mismo que les sirviera de testimonio de que Dios los guiaba. En resumen, querían conocer que Dios era su guía y conductor, por la imagen que iba delante de ellos. Esto mismo nos lo enseña la experiencia de cada día, puesto que la carne está siempre inquieta, hasta que encuentra algún fantasma con el cual vanamente consolarse, como si fuese imagen de Dios. Casi no ha habido siglo desde la creación del mundo, en el cual los hombres, por obedecer a este desatinado apetito, no hayan levantado señales y figuras en las cuales creían que veían a Dios ante sus mismos ojos.”
Institución de la religión cristiana, I.XI.8 (vol. 1, pag. 56).