Se nos ha pedido que expongamos desde el púlpito el dogma de la predestinación según Calvino, por motivo de la fiesta de la Reforma. A pesar del sentimiento de nuestra insuficiencia, hemos creído nuestro deber deferir al deseo de vuestro pastor porque estamos convencidos de que la sana inteligencia de este misterio presenta al alma cristiana la razón más eficaz para celebrar la misericordia de la que ha sido objeto de parte de Dios y el motivo de humillarse en el sentimiento de la profundidad de las sendas divinas.
Ciertamente, nos sentimos incapaces por nosotros mismos de hablar de estas cosas, pero la promesa del Resucitado a los ministros que enseñan su doctrina es firme: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días”. No tenemos el derecho de dudar, ni dejar sepultada en la ignorancia una parcela de la herencia que nuestros Reformadores y nuestros Padres en la fe nos transmitieron al precio de tan duros combates.
Hablemos, pues, puesto que se nos pide que lo hagamos, de la predestinación según Calvino. Pero aquí, se impone hacer una apreciación preliminar. El nombre de Calvino ha quedado ligado a la mención de este misterio, sin duda porque ha sido el “expositor” más profundo y el más decidido, el más valiente, diríamos. Pero, con matices diversos, desde san Agustín, encontramos esta doctrina enseñada ya sea en los católicos-romanos, ya sea en los luteranos, y a veces con un sentimiento menor de la medida que aporta el doctor de Ginebra.
Por otra parte, el predicador del Evangelio no tiene que traer al púlpito el pensamiento de hombre; debe hacer escuchar la Palabra de Dios tal como le es dada a la Iglesia comprender y confesar. No creemos en Calvino, creemos en la Sagrada Escritura. Si hacemos lo contrario, traicionaríamos la causa que Calvino mismo nos legó la defensa. Es por lo que conciliaríamos nuestro deseo de satisfacer a la petición que nos ha sido hecho con nuestra obligación de no predicar más que lo que enseña la Escritura, captando el pensamiento de Calvino en la fórmula que la Iglesia Reformada de Francia reconoció en su primer Sínodo, en París, en 1559, como resumiendo fielmente, en este punto, el conjunto de los datos de la Escritura. Seguir leyendo