Acercándonos ya al fin de semana y a los cultos dominicales al Señor, sería conveniente considerar brevemente cómo la Reforma entendía el acto mismo de adorar o qué es la adoración. Y para ello, nada mejor que traer al reformador Calvino y el tratado que él escribió al emperador Carlos I, La necesidad de reformar la Iglesia. Calvino define así la adoración:
“Veamos ahora a qué nos referimos por el culto legítimo de Dios. Su fundamento principal es reconocerlo como Él es, la única fuente de toda virtud, justicia, santidad, sabiduría, verdad, poder, bondad, misericordia, vida y salvación; de acuerdo con esto, el atribuirle y rendirle la gloria de todo lo que es bueno, buscar todas cosas sólo en Él, y en cada necesidad recurrir a Él solamente. De aquí nace la oración, de aquí la alabanza y la acción de gracias, que son las pruebas de la gloria que le atribuimos. Esto es aquella santificación genuina de su nombre que Él requiere de nosotros por encima de todas las cosas. A esto se le une la adoración, por la cual le manifestamos la reverencia debida a su grandeza y excelencia; y a esta adoración las ceremonias le están subordinadas, como ayudas o instrumentos, para que, en el desempeño del culto divino, el cuerpo pueda ejercitarse al mismo tiempo con el alma. Después de esto viene la renuncia propia de uno mismo, cuando (renunciando el mundo y la carne) somos transformados por medio de la renovación de nuestro entendimiento: y ya no vivimos más para nosotros mismos, sino que nos sometemos para ser gobernados y movidos por él. Por esta renuncia propia de uno mismo se nos instruye a la obediencia y lealtad a su voluntad, para que su temor reine en nuestros corazones, y regule todas las acciones de nuestras vidas” [1]
En esta cita, vemos que el alma, la esencia de la adoración no es otro que el ser de Dios. Esto significa que la adoración se contempla aquí en un sentido objetivo, es decir, que Dios es el objeto de adoración. Dios, tal y como Él es, tal y como Él se nos revela en Su Palabra, con todas sus infinitas perfecciones, que para nosotros son la fuente de la vida y de todo bien. El énfasis no está aquí en la disposición personal y subjetiva del que adora. Lo principal de la adoración no es sino ¡Dios mismo!
Como hemos visto también, la adoración es aquel acto por el que “manifestamos hacia Él la reverencia debida a su grandeza y excelencia”. La adoración sin reverencia, sin santo temor en su presencia, no es adoración, porque la adoración es precisamente manifestar reverencia. Y para producirnos esta reverencia, es necesario considerar debidamente “su grandeza y excelencia”. La infinitud de Dios, en todos sus atributos, su soberanía absoluta por encima de todas las cosas. Esto es el alma de la adoración. Si no se considera a Dios en su excelencia y soberanía, sencillamente la adoración a Dios no existe.
Hemos dicho que en esta cita de Calvino, se hace hincapié sobretodo en el carácter objetivo de la adoración. Sin embargo, la disposición subjetiva por parte de quien adora está presente. Es en él que ha de haber esta reverencia, es él que ante la majestad de Dios ora, da acciones de gracias, invoca Su nombre. Entre las disposiciones interiores del que adora ha de estar también la “renuncia de uno mismo” ante Dios, la cual, para ser verdaderamente una respuesta de adoración a Dios, ha de ser sincera en nosotros y no algo fingido, o una simple lectura de una oración ya escrita. Esta renuncia, en Calvino, no es otra que el ocupar debidamente nuestro lugar ante un Dios majestuoso e infinito en perfecciones. Así que, si la adoración se da cuando se contempla a Dios cómo Él es, la adoración se da en nosotros cuando nosotros ocupamos, por decirlo así, nuestro lugar ante tal Dios, el lugar que nos pertenece ante Él como criaturas finitas y manchadas de pecado.
Pero por último, hay un elemento importante en esta cita de Calvino. Hemos visto que el acto mismo de adoración tiene diversos componentes. Hay una especie de movimiento interno, que tiene su punto de partida en el ser mismo de Dios a quien se invoca y adora. Pero la adoración tiene una conclusión importante: “la obediencia y devoción a Dios y Su voluntad”. Es decir, la obediencia y consagración a Dios.
¡Qué bueno, verdad! De esta manera, si por la importancia del Segundo Mandamiento, si por el principio regulativo del culto, la adoración a Dios se contempla como un acto de obediencia a la voluntad revelada de Dios, el fin de la adoración es la obediencia renovada a Dios en esta vida. ¡Qué gran lección acerca de la adoración es ésta para nuestros días!
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[1] Calvino, Juan, La necesidad de reformar la Iglesia, (Edmonton: Landmark Project Press, 2009), p. 14
Una respuesta a “La Adoración Según Calvino (y La Reforma)”
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